Una mujer en las calles de Kawangare, una de las favelas de Nairobi (Kenia)
Una mujer en las calles de Kawangare, una de las favelas de Nairobi (Kenia) - Alicia Alamillos
África

Si Paco Martinez Soria y López Vázquez hubieran sido «Mzungus»

El blanco europeo es alguien que no sabe negociar en los mercadillos y a quien se puede bromear en suajili con un «hakuna matata» para terminar

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Un blanco en Nairobi es igual que otro blanco; un «Mzungu». Turistas medio perdidos en una ciudad caótica y llena de tráfico, pero también dispuestos a dejarse «besar» por una jirafa, montar en un avestruz (pobre animal) o comprar «souvenirs» en la favela de Kibera. Allí, en uno de los mayores poblados chabolistas de África y donde viven cerca de 200.000 personas, el «mzungu» europeo mira con aprensión las calles llenas de barro y teme, ya desde el principio, pasar una semana sentado en el inodoro.

Escribo estas líneas desde el cuarto piso de una barriada para expatriados de Nairobi, en julio, en pleno invierno keniano... a 20 grados. Aquí soy un mzungu, un blanco europeo que no sabe negociar en los mercadillos y a quien los locales adoran tomar el pelo en suajili con un «hakuna matata» para terminar toda negociación, mientras se llevan sonrientes esos chelines que no he logrado regatear y que, no sé cómo, termino pagando.

Siempre risueños y sorteando charcos, los kenianos, aunque Nairobi es «cosmopolita» y cuenta con gente de Somalia, Etiopía, Tanzania o Sudán entre otros países, que cruzan cuando quieren sus calles entre el caótico tráfico de matatus (buses) o boda bodas (mototaxis), venden salchichas con huevos en las aceras embarradas y caminan con calma, en el «kenyan mood» que impregna todo. El «ahora lo hago» será dentro de tres horas, el «ya estoy saliendo» puede costarte una tarde entera esperando.

Los kenianos dividen el mundo en tres razas: los negros, los asiáticos (indios) y los mzungus o «blancos», categoría en la que entran tanto europeos como latinoamericanos o incluso chinos. La primera prueba que pasa el mzungu es la del consabido regateo. Para mí, con pocas dotes para semejante tarea y acostumbrado a las reglas europeas en las que el precio es el de la etiqueta, conseguir reducir el coste de un cinturón de 8 euros a 6 es una auténtica proeza. Los kenianos, expertos negociadores cuando ven «profit» de por medio, empiezan fuerte su apuesta, pidiendo hasta 100 euros por una maleta de segunda mano, con trazas de barro en el interior. Al perdido turista, apenas acostumbrado al acento «africano» del inglés local, mezclado con trazas de suajili, todo le avasalla.

El mzungu, que no es un insulto sino una suerte de etiqueta de «bicho raro», tiene hasta sus propias camisetas en los mercadillos. A los niños también les hace gracia «el mzungu». De hecho, saludan gritando mi condición de «¡hijo de europeo!» entre risas en la cola para cabalgar el avestruz -atracción principal de una granja a pocos kilómetros de Nairobi- como quien dice adiós entusiasmado con el paso de un avión que sobrevuela su barrio. Algunos piden caramelos. Otros, riendo, te tocan brevemente el brazo, como para comprobar que no se trata de ningún tinte o nada parecido, y luego se ríen aún más, si cabe.

Sin embargo, en el afán de adentrarse en los documentales de La 2 que tanto han hecho por afianzar la siesta en España, el mzungu trata de hacer su propio safari, siempre y cuando lleve bastante dinero encima. En mi caso fue Low Cost, es decir, alejado de cualquier lujo y expuesto a compañías carentes de licencia. Fui al Masai Mara, la más famosa reserva natural de Kenia, en una suerte de furgoneta con capota y junto a otros siete turistas más el guía experto. Allí, en el Masai Mara, tras horas en una carretera tan llena de baches que es conocida como «masaje keniano», por los vaivenes del coche, el turista va rellenando su cartón del «Big Five» Bingo. Los llamados Cinco Grandes: león, leopardo, elefante, búfalo africano, y rinoceronte negro. Para hallarlos, los conductores de los distintos tours organizados se comunican por walkie-talkie para avisarse la aparición de un leopardo cazando a su presa o dónde se podría encontrar el rinoceronte, tan difícil de descubrir. Al grito de «¡allí, un león!», el turista hace mentalmente un «tic» en la lista que luego mostrará orgulloso a los europeos que le esperan en casa.

El sol se esconde muy temprano, en torno a las 6:30 de la tarde, hora de volver al campamento masai, un pueblo ancestral que ha mantenido sus costumbres y tradiciones en plena sabana africana… Al menos para el turista. Los masais también visten camisetas del Manchester o del Barça, pero ante la posibilidad de vender un poco su cultura al turista ansioso por ver lo que las películas de Hollywood prometieron, las mujeres se colocan las cuentas en el cuello y los hombres saltan increíbles alturas.

La noche también tiene sus peligros. De hecho, pese a que la ferocidad del león o la amenaza del rara vez agresivo hipopótamo ya se han encontrado en el paso del Mzungu, es el insignificante mosquito el que causa uno de los mayores temores en estas tierras. El hombre blanco ante el miedo de contraer la malaria se atiborra de pastillas con múltiples efectos secundarios. ¿Es peor el remedio que la enfermedad? Muchos de los expatriados, con varios años en el país, se muestran despreocupados ante este mal y prefieren no exponerse a los «daños colaterales». Los viajeros ocasionales como yo, movidos por el alarmismo ante las enfermedades venidas de África, preferimos rehusar sus recomendaciones y dejarnos seducir por toda clase de artilugios antimosquitos a precios desorbitados. Desde pulseritas milagrosas a apestosos espráis.

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