Spectator In Barcino

40 años para acabar en Colau

Barcelona tiene dos problemas, a ambos lados de la plaza San Jaime: el separatismo en la Generalitat y Colau en el Ayuntamiento

Ada Colau, el dia de su investidura como alcaldesa de Barcelona AFP

Sergi Doria

Barcelona tiene dos problemas, a ambos lados de la plaza San Jaime: el separatismo en la Generalitat y Colau en el Ayuntamiento. Y Colau, a su vez, tiene otros tres problemas: la inseguridad ciudadana que no afrontó por su alergia a los cuerpos de seguridad del Estado; el independentismo que exhibe según dicta el oportunismo político; y, el más vergonzoso para el rostro visible de la PAH (Plataforma de Afectados por las Hipotecas): su fracasada oferta de vivienda pública.

En el asunto de la seguridad, recordar en estos tiempos de memoria gaseosa, los panegíricos de la alcaldesa y sus adláteres (el peronista Pisarello, el nacionalcomunista Asens) al documental «Ciutat morta».

Recordar que uno de los protagonistas, el chileno Rodrigo Lanza, dejó tetrapléjico a un agente de la Guardia Urbana en el desalojo de una casa ocupada en Sant Pere Més Baix el 4 de febrero de 2006. Recordar que «Ciutat morta» negaba la agresión y hablaba de montaje policial.

Recordar el cuestionamiento de la independencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

Recordar que «Ciutat morta» recibió un premio Ciutat de Barcelona, que sus directores lo cobraron y luego dejaron plantado al alcalde Trias.

Recordar que Rodrigo Lanza fue detenido el 12 de diciembre de 2017 en Zaragoza por el asesinato de un hombre que llevaba unos tirantes con la bandera española.

Recordar que aquel mismo mes, y a instancias del PP, la oposición de este grupo junto al PdeCAT, Ciudadanos y PSC instó a Colau a pedir disculpas por haber apoyado un documental –había calificado a sus protagonistas de «héroes anónimos»– que «avalaba la tesis de un montaje policial que desde los tribunales no se ha podido demostrar» y que injuriaba y menospreciaba a la Guardia Urbana.

Y recordar que Jaume Asens llegó a decir que los hechos que denunciaba «Ciutat morta» eran «los peores casos de torturas y corrupción en Barcelona» ayudados con «el papel comparsa de los jueces».

De aquellos polvos –desmoralización de la Guardia Urbana y desprestigio de la judicatura– a estos lodos: alarma social por la delincuencia in crescendo y conversión apresurada de Colau al orden que tanto criticó cuando se trataba de erosionar al ayuntamiento de Trías.

Del servilismo de la alcaldesa hacia el separatismo no vale la pena abundar: se nutre del tradicional complejo de inferioridad de una izquierda temerosa ante el nacionalismo de no ser fanáticamente catalana; la frase de Companys en el 34 –«ara ja no diréu que no sóc prou catalanista»– resuena en el magín de nuestra acomplejada pijo-progresía.

Los dos primeros problemas son anejos a la Colau antisistema. El tercero, el no cumplimiento de su idea-fuerza, la construcción de vivienda social, la pone realmente a los pies de los caballos y degrada el balance de los cuarenta años de ayuntamientos democráticos en el acceso al parque público de pisos.

En cada una de sus edades, Barcelona afrontó el déficit habitacional de mejor o peor manera. Entre 1924 y 1930 la ciudad absorbió 200.000 emigrantes que venían a trabajar en las obras del metro y la Exposición del 29. En 1927 Primo de Rivera creó el Patronato de la Habitación que construyó casas baratas en los polígonos Ramón Albó, Eduardo Aunós, Barón de Viver y Milans del Bosch.

Después de la guerra se reactivaron los flujos de emigración a Barcelona: unos 170.000 emigrantes más. A principios de los 50, 60.000 personas vivían en 15.000 barracas y se contabilizaban 150.000 realquilados. Con motivo del Congreso Eucarístico de 1952, el obispo Modrego y el gobernador Acedo Colunga impulsaron las Viviendas del Congreso y las casas del Gobernador.

En el periodo 1950-1954, el Patronato Municipal de la Vivienda, la Obra Sindical del Hogar, el Instituto Nacional de la Vivienda, el Gobierno Civil, el obispado y el Patronato de Correos y telégrafos promovieron 3.667 viviendas. La cantidad se duplicó entre 1955 y 1959 a 7078 y pasó a 8.398 de 1960 a 1965.

La urgencia de la demanda y las corrupciones del franquismo levantaron bloques sobre terrenos no urbanizados con materiales de dudosa calidad. Cuando cesó la afluencia migratoria en 1976, las asociaciones vecinales protestaron, con toda razón, por las deficiencias de construcción, equipamientos y transporte público que han mejorado los ayuntamientos democráticos.

La transformación de Barcelona con los Juegos Olímpicos es innegable, pero también el fallido Fórum de Joan Clos, oportunidad perdida para ampliar la promoción de vivienda social, aunque es justo subrayar las más de tres mil viviendas públicas bajo el mandato de Jordi Hereu.

Y llegamos a Colau: prometió 8.000 viviendas, solo construyó 700; de momento, su «solución habitacional» consiste en reciclar para pisos viejos contenedores del puerto.

Cuando las banderolas conmemoran 40 años de ayuntamientos democráticos produce grima constatar que de la Barcelona de Maragall (Pasqual, no Ernest) hayamos acabado en Colau.

Es el coste, siempre oneroso, del populismo.

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