Sergi Doria

La otra Cataluña (de Rusiñol)

En esta Cataluña del ensimismamiento malhumorado y el victimismo paranoico Rusiñol vuelve a resultar excéntrico, como cuando el Noucentisme le asociaba a la bohemia mental modernista

Una imagen de 'Señor Ruiseñor', de Joglars

ES una lástima que Joglars recalara tan pocos días con ‘Señor Ruiseñor’ en Barcelona. I encara, gràcies! Eso de ser ‘malos catalanes’, siempre según la arbitraria entomología de la tribu, conlleva que no hayan podido representar este montaje estrenado en 2018: ¡Llevaban seis años sin trabajar en la Ciudad Condal!

Hoy se cumplen 90 años de la muerte de Rusiñol: el catalán –de verdad– universal que exhaló el último suspiro en el hostal de El Rana Verde. En el el Aranjuez que tantas veces había pintado.

En las memorias ‘Santiago Rusiñol vist per la seva filla’ (Aedos, 1950) María Rusiñol subrayaba la amistad de su padre con Alfonso XIII. En una de sus estancias en Madrid, Rusiñol y su esposa, Lluïsa Denís, que presenciaban las carreras del Hipódromo, repararon en que el Rey entraba en el recinto. Alfonso XIII se percató; dejó plantada a la comitiva y se fue a buscar a su amigo para interesarse por su salud (Rusiñol había sufrido un ataque de gota). Al confirmar que el artista ya se había recuperado, le comunicó que le había nombrado Jardinero General de Aranjuez. Así podría entrar en el parque sin pedir permiso a nadie.

En otro encuentro en los toros, el Rey invitó a Rusiñol a que le acompañara a la tribuna de honor. En otra ocasión, tras conversar con Rusiñol –quería nombrarlo marqués del Cau Ferrat–, Alfonso XIII se dirigió a la hija del pintor: 2Señora, ¿tenéis hijos?». María asintió. «Os deseo que vuestros hijos se parezcan del todo a vuestro padre», apostilló el monarca.

La primavera de 1931 Rusiñol partió con su esposa a Aranjuez para pintar sus últimos jardines. Un ataque de uremia le había dejado muy debilitado. Recién llegado a Aranjuez, envió una carta desde El Rana Verde. La letra era temblorosa y se iba achicando, cual hormigueo de la agonía.

El reloj marcaba las cuatro de la madrugada cuando sonó el teléfono en casa de los Rusiñol, paseo de Gracia, 96: al saber que su padre había muerto, María tomó el expreso a Madrid. Llegada a Aranjuez, supo de sus últimas horas: «Había llegado muy atropellado, obsesionado por ir a pintar. Parecía que no tuviera tiempo a perder, con prisa por acabar los dos cuadros que había empezado. La víspera de su muerte estuvo trabajando toda la tarde. Al volver al hotel no pudo subir las escaleras por su propio pie». En el lecho de muerte solo preguntaba por esos dos óleos que debía acabar.

Convendría que en las escuelas se difundiera la vida y la obra de Rusiñol, para que los educandos supieran de la Cataluña abierta que encarnó aquel artista y escritor.

En esta Cataluña del ensimismamiento malhumorado y el victimismo paranoico Rusiñol vuelve a resultar excéntrico, como cuando el Noucentisme le asociaba a la bohemia mental modernista. Los mismos que, aquellos mismos años, amargaron la vida a Narcís Oller, más preocupados por su gramática que por la literatura. Quienes atacaron al autor de ‘La febre d’or’ fueron «la generación sin novela», poetas del galicismo que abominaban, como hoy la ANC, de la «contaminación» castellana.

Rusiñol representó un catalanismo cosmopolita que conjugaba El Greco con las guitarras de Andalucía. Los tristes estribillos del cante jondo podrían compararse con el nacionalismo quejica… Pero, al acompañarse con la guitarra, «no tienen la negrura que tiene la tinta si es tinta negra» matizaba Rusiñol, martillo de doctrinarios: «Venga a entristecer a la parroquia, y darles consejos, y amargarles la existencia, con cada consejo y cada sermón, que si les hiciéramos caso, aquello sería un mar de penas».

En las glosas de ‘L’Esquella’ que firmaba Xarau, parodia de Eugenio d’Ors (Xènius), Rusiñol era «políticamente incorrecto». Si los artistas intervienen en la ciencia les sale un académico de la lengua, decía. Postulaba la libertad individual frente al Estado: «El arte oficial, el arte de encargo, el arte gubernamental, el arte digamos socialista, es siempre un arte inferior al arte individualista…» Monótona y grandilocuente iconografía subvencionada. En los teatros una lira, nubes, olivos, jóvenes con flautas, labriegos: «La Luz que Nace, El Alba que Surge, La Naturaleza que Resplandece… Todo con letras bien Mayúsculas y con figures bien Remayúsculas».

Mayúsculos frontispicios como los eslóganes del independentismo de hogaño: martilleo de falacias para imponer, a empujones, la república-que-no-existe-idiota.

El catalanismo se torció cuando la sardana ya no fue bailar sino hacer patria, lamentaba Rusiñol: «El voto corporativo punteado; las Bases de Manresa largas, o el programa del Tívoli corto. Son los Juegos Florales de la danza, Els Segadors del Contrapunto, o los Rigodones de la Causa». Estos bailadores siempre están serios, solemnes. ¡Nada de bromas! «Cada paso que da es un acto, cada tres pasos tres actos y cada sardana un programa».

Por ejemplo, los políticos que no asistieron al estreno de Joglars.

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