Juan Milián - TRIBUNA ABIERTA

El efecto secundario de las palabras

La civilización es, como la cerámica, bella, pero delicada. Se puede acariciar, pero nunca manosear, porque se rompe.

En La liebre con ojos de ámbar , el ceramista Edmund de Waal evoca la historia de Europa de los últimos dos siglos a través de las vicisitudes de su familia, los Ephrussi, y de una de sus propiedades, una peculiar colección de diminutas figuras japonesas de madera y marfil, los netsuke. Es un libro que nos habla de arte y de guerra, tan erudito y apasionante que, tras leerlo, uno no puede dejar de regresar a él.

Y a él regreso asqueado por el último producto surgido de la viscosa, putrefacta y peligrosa relación entre el nacionalismo y Twitter. Tengo la página marcada. Sabía que llegaría el momento de usarla. Es la 146. El autor nos conduce a la Viena de finales del siglo XIX, donde la universidad “era un caldo de cultivo de nacionalismo y antisemitismo” y Karl Lueger, antiliberal de oratoria tabernaria y cuyos seguidores se identificaban con un símbolo en la solapa, en ese caso, un clavel blanco, usaba la retórica del odio para alcanzar el poder.

Entre sus palabras, estas: “los lobos, las panteras y los tigres son humanos comparados con estas bestias de presa con forma humana”. Bestias con forma humana. ¿Le suena? Quizá aquí había más cinismo que convicción. “Para el que quiere triunfar en política, el señuelo judío es un excelente medio de propaganda”, afirmó, y el resultado fue que en 1897 Lueger sería elegido alcalde de la entonces capital del Imperio austrohúngaro. Sin embargo, las palabras impulsan ideas, crean valores y modulan sociedades. Tienen sus efectos secundarios. Y aunque en ese momento, apunta De Waal, “no hubiera leyes antisemitas, tras veinte años de retórica luegeriana la tendencia quedó legitimada”. Viena no tardaría en convertirse en una ciudad de “ansiedad y estridencia” y, más tarde, de guerra y hambre.

Las palabras pueden forjar la unión de la nación más diversa o pueden derribar al más poderoso de los imperios. Pueden convocar a una sociedad a cooperar y prosperar o pueden disolverla en un magma de desconfianza y confrontación. Y es que la civilización es, como la cerámica de nuestro autor, bella, pero delicada. Se puede acariciar, pero nunca manosear, porque se rompe.

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