Fernando Conde - Al pairo

Salaguti

«La obra de Salaguti, que es como el propio autor se bautizó -quizá para cumplir con el cuarto mandamiento-, es una rara mezcla de modernismo, surrealismo, expresionismo, cubismo, naturalismo...»

En Sasamón , un bello pueblecito burgalés en el que, al alba, se puede acceder al cielo atravesando un arco erigido en la nada, vive y crea Carlos Salazar Gutiérrez . En la vieja Segisama, la misma que pisara César Augusto en sus años de campaña hispánica, cohabitan el reposo de la historia, el andar lento de los siglos y la creatividad imaginativa y moderna de un artista diferente, de un artista libre, de un artista hecho de y para la tierra, de un artista que vive, literalmente, dentro de su propia obra. Carlos Salazar Gutiérrez quiso ser un creador de formación académica, pero cuando en su juventud buscó ingresar en la Superior de las Artes de San Fernando , los popes de la misma decidieron que no había lugar. Lo mismo le habían dicho a Dalí décadas antes, demostrando que en cuestión de olfato artístico andaban más o menos a la par que los perros de caza viejos. Pero tal vez gracias a ese designio providencial, Carlos Salazar Gutiérrez emprendió una formación autodidacta que le llevó a ser Salaguti, y no otra cosa.

La obra de Salaguti, que es como el propio autor se bautizó -quizá para cumplir con el cuarto mandamiento-, es una rara mezcla de modernismo, surrealismo, expresionismo, cubismo, naturalismo... Caben casi todos los «ismos», al menos los del siglo XX, en Salaguti. Hay en sus obras trazas y trazos de Gaudí , líneas de van de Velde , rastros de Picasso y formas de Gris , notas de Dalí y ecos de Munch , un algo de Franz Marc , algún que otro escorzo de Georg Kolbe , varios gramos de Kandinski , un otro poco de Klee y un mucho más de casi todo. Porque así es su obra, una intensa mezcla de totalidad y unicidad a partes iguales. Su casa-museo-taller que, salvo que se tenga mala suerte, o que el maestro ande de gira por algún país del mundo, puede visitarse y conocerse de su mano, es un monumento a la imaginación, un «hápax» en medio de Castilla, un galápago que luce al propio artista en una de sus caras, una escultura arquitectónica al mismo tiempo que un edificio escultórico. Allí dentro cabe una bóveda celestial y una baranda de caras que luchan contra la eternidad de la piedra por huir de ella, mientras custodian las obras.

Pero lo que, al menos para un servidor, más admirable resulta en Salaguti es su apuesta por la creación de un espacio propio, de un universo personal, de un proyecto de vida en comunión con la naturaleza, con lo prístino, con sus orígenes y con la tierra. Y hacerlo además donde uno hunde sus raíces, renunciando a los oropeles de la fama y esquivo al éxito vocinglero que otorgan las grandes urbes. ¡Qué envidia me das, Salaguti; qué envidia!

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