Latines para una reina

Beatriz Galindo, la Latina (Salamanca ¿1465?, Madrid, 1535), hija de familia hidalga venida a menos, tomo lecciones en una de las escuelas de Salmanca y se convirtió en preceptora y consejera de Isabel la Católica

La Latina ABC

Fernando Conde

Siempre me llamaron la atención los nombres de los barrios y distritos de Madrid: unos por su sonoridad: Tetuán, Carabanchel o Chueca; otros por su prestancia: Moncloa, El Pardo o Salamanca; por su evocación ochentera, los de Vallecas, Usera o Retiro; y por su chulapeo gato, Chamberí o Moratalaz, que pronunciado sin prisa por un madrileño de ocho apellidos castizos debe de durar casi una eternidad. Pero había uno que, si me llamaba la atención, era por su expresa feminidad: La Latina, ya se refiriera al barrio original o al alejado distrito moderno. Una breve indagación en ese piélago de lo desconocido que todos tenemos en la cabeza me llevó hasta la figura de una mujer de la que, inexplicablemente, apenas tenía conocimiento: Beatriz Galindo, conocida por la Historia como ‘La latina’. Una mujer de la que se decía que sabía latín -en el estricto sentido del término-, algo que, por otra parte y en su tiempo, era más propio de hombres, como la barba o el gocete.

Bucear en la vida de Galindo es como descubrir una nueva dimensión de la historia, una dimensión casi desconocida. Su nombre, junto al de Beatriz de Bobadilla, encabeza la lista de una auténtica corte (Teresa de Cartagena, Isabel de Villena, Francisca de Nebrija o María Pacheco, entre otras) de mujeres cultivadas, poderosas -empoderadas, dirían hoy las feministas progres y los neologistas de escaso gusto y menor sapiencia aún-, decisorias e injusta e injustificadamente olvidadas. Una corte de ‘puellae doctae’ - jóvenes sabias, diríamos- en torno a la figura de una reina, la más decisiva de la historia universal. Se hace difícil entender cómo ese feminismo miope, que sólo echa la vista hasta los albores del siglo XX y de la ANME (Asociación Nacional de Mujeres Españolas), no tiene a la reina Isabel I de Castilla como patrona laica de todas las feministas que en el mundo son.

Nuestra reina Católica, a la estela de la obra de Christine de Pisan, ‘La ciudad de las damas’ formó a su alrededor una auténtica Casa de la Reina, que no era un círculo de damas de honor, de compañía o camareras reales al uso, sino un auténtico consejo del reino formado, en exclusiva, por mujeres. Mujeres que opinaban, debatían y, en último término, a veces decidían, siquiera ‘sotto voce’, sobre las cuestiones más elevadas de gobierno. ¡Eso en el siglo XV y en España! Se cuenta, incluso, que la Bobadilla de quien se dará cuenta -por mano de quien esto escribe y firma, y no de ese tal Suárez- en otro «Hijos del olvido» más adelante, tuvo mucho que ver en la decisión real de apoyar la causa colombina. Al punto de ser famoso el adagio: «después de la Reina de Castilla, la Bobadilla».

Pero vayamos a la latina, que se acaba el duro. Beatriz Galindo, salmantina e hija de familia hidalga venida a menos, estaba llamada a los votos. Ese predestino le llevó a tomar lecciones en una de las escuelas de Salamanca y el aprovechamiento de éstas fue tal que pronto adquirió fama por su sabiduría y por el manejo impecable del latín, lo que le valdría el remoquete con el que la historia la conocería después.

A los diecinueve años esa fama llegó a oídos de la reina, que quiso conocer a la Galindo en persona. Aquel encuentro cambiaría la vida de ambas. Beatriz pasaría a formar parte de la corte femenina de Isabel como preceptora suya y de sus hijas, cuatro reinas más. La clarividencia de la joven Galindo -a pesar de ser catorce años más joven que la propia Isabel- le llevó a convertirse no sólo en maestra real, sino en consejera áulica. Al parecer, la reina Católica apreciaba especialmente sus consejos. La muerte de su marido supuso su retirada de la corte, por voluntad propia -no fue ‘cesada’, como los malos políticos-. Y el resto de su vida la encomendó a las obras pías, a la fundación de un hospital que llevaría su sobrenombre y a la de dos o tres conventos en aquel Madrid que ella contribuiría a mejorar y que la vería morir, en 1535.

La pregunta es por qué una mujer tan influyente pasó a opacarse entre los pliegues del futuro . La explicación más plausible es la que da el humanista Lucio Marineo Sículo (Sículo por siciliano), preceptor en la corte del rey aragonés Fernando, consorte de la reina castellana, y coetáneo por tanto de la propia Galindo, con la que sin duda compartiría tiempos. Sículo afirmaba que el nieto de Isabel, el enorme Carlos I, no quiso que la corte de mujeres que había rodeado a su magna abuela postergara su fama, y ordenó a su consejero que se retiraran algunas menciones expresas a aquellas mujeres únicas de su obra ‘De laudibus Hispaniae’.

Triste, pero así se escribe la historia, también… la de las mujeres .

Afirmar que Ángela Ruiz Robles es una auténtica «hija del olvido» es, cuanto menos, arriesgado, si tenemos en cuenta que ya tiene una entrada digna en la Wikipedia, el oráculo manual de nuestros tiempos, y, lo que es más importante, un doodle -es decir, una de esas ilustraciones que adornan las letras del buscador internáutico más famoso- publicado en 2015, con motivo del 125 aniversario de su nacimiento. Pero si esta maestra leonesa, nacida en Villamanín en 1895, está hoy aquí, forrando esta página, es porque de alguna manera nos sirve como ejemplo para reivindicar a todos esos inventores españoles (v. gr., Jerónimo de Ayanz, el ya mentado aquí por Javier Suárez, Federico Cantero Villamil, o Emilio Herrera o Fidel Pagés, entre otros muchos) que, ya sea por ignorancia o falta de apoyos, ya por miedo o desidia institucional se dejaron comer la tostada de la Historia para ceder la paternidad de sus inventos a otros lumbreras más avispados.

Ángela Ruiz Robles fue maestra en un tiempo en el que pocas mujeres ejercían una profesión diferente a la de ama de casa -o, como se decía en mi juventud, eufemísticamente, «sus labores»-. A lo largo de su dilatada vida -moriría en Ferrol en 1975- enseñó, dictó conferencias, escribió hasta dieciséis obras, muchas de ellas de buen calado científico-técnico (entre otras, manuales de escritura, de ortografía, métodos mecanográficos y hasta un tratado de taquigrafía al humo de don Francisco Martí, un valenciano que, además de fundar la taquigrafía española en 1802, inventó, un año más tarde, la pluma estilográfica -otro que tal baila-).

Doña Angelita, como comenzaron a llamarla sus alumnos de La Pola de Gordón, su primer destino tras concluir estudios en la Escuela de Maestras de León, fue sobre todo y ante todo maestra. Pero maestra en el sentido más amplio del término, porque su inquietud no se circunscribía a las paredes del aula, sino que la llevaba a pensar en la enseñanza y en la innovación educativa -ese concepto hoy tan de moda como desnortado- todas las horas del día. Y así fue como fueron naciendo sus inventos, el primero de los cuales fue lo que ella denominó el «Libro mecánico», patentado en 1949 con el número 190.698. Se trataba de un artilugio ligero y articulado que permitía, mediante un sistema de aire comprimido o de pulsación mecánica, que unas hojitas de plexiglás (no diré cómo llamábamos a este material los de mi quinta) emergieran en función de la materia elegida. El artefacto servía lo mismo para aprender matemáticas que cualquier idioma del mundo. La propia inventora afirmaba haberlo concebido para «innovar en la enseñanza y que fuese más intuitiva y amena; conseguir el máximo de conocimientos con un mínimo esfuerzo y adaptar el libro al progreso tecnológico (ejemplificado en la electricidad y los plásticos)».

Después vendría la «Enciclopedia mecánica», una especie de actualización 5.0 de aquel libro predecesor que, de haber llegado en masa a las aulas de nuestro país, quién sabe si hubiera evitado gran parte de ese fracaso escolar que la última ley educativa quiere tapar, vergonzantemente, bajándole el listón al saltador, en lugar de mejorando su técnica. Como nota curiosa, eso que hoy llamamos hipervínculo o enlace hipertextual, tan usado en el Internet moderno, ya estaba presente en estos dos inventos de doña Angelita.

Un prototipo de esta «Enciclopedia», en versión simplificada, fue fabricado bajo la supervisión de su creadora en el Parque de Artillería de Ferrol. Pesaba 4,5 kg y estaba hecho de bronce, madera y zinc. Sin duda, materiales caros que impedían su explotación comercial (una versión de este prototipo puede verse hoy en el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología de La Coruña). Algo que, no obstante, sí debieron de considerar viable los cerebros norteamericanos porque en 1970 le ofrecieron a la maestra leonesa explotar comercialmente su invento en el país del millón de ricos. Algo a lo que Ángela Ruiz Robles no puso atención, porque quería que los beneficiarios de su lúcida cabeza fueran los hijos de Isabel la Católica y no los de George Washington. Cierto es que a Ángela Ruiz Robles se le reconocieron en vida, con medallas, condecoraciones y diversas distinciones sus hallazgos y desvelos, pero...

Hubo posteriormente un intento por parte del Instituto Técnico de Especialistas en Mecánica Aplicada S. A. (ITEMESA) de fabricar una tirada de 10.000 unidades de aquella «enciclopedia», esta vez en acero y plástico. Se pondrían a la venta por un precio de entre 50 y 75 pesetas, algo asequible para la clase media española del momento. Pero para poder llevarlo a cabo había que apoquinar por delante 100.000 pesetillas del ala, cantidad que la maestra leonesa no podía proveer y que ningún Jeff Bezos patrio supo intuir como el gran invento que era.

Por cierto, cuentan que, por vía paterno putativa, e l dueño de Amazon también desciende de un pueblo casi fronterizo con la tierra leonesa. ¿Será una broma del destino?

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