El campo se autogestiona para que el Covid-19 no eche por tierra la temporada

Los agricultores temen no tener suficientes trabajadores para las próximas campañas

Fernando y Roger (automoción y hostelería) ahora trabajan en el campo INÉS BAUCELLS

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Con el plano del futuro campamento en las manos, el alcalde dirige la maniobra del camión que transporta al campo de fútbol la primeras de las casetas. «Este verano no habrá fiestas, así que ese dinero lo gastamos en esto», explica Manel Solé, regidor de La Granja d’Escarp, un pueblo ilerdense de la frontera con Aragón. Levantan un equipamiento para aislar a los temporeros de las plantaciones del municipio que acaben dando positivo en Covid-19 o hayan convivido con un contagiado.

Este sector lo es todo en la Granja d’Escarp. El pueblo apenas alcanza el millar de vecinos, pero con el inicio de campaña su paisaje se transformará con la llegada de unos 500 temporeros, la mayoría inmigrantes, que en los próximos meses trabajarán sus huertos. Los que enfermen se desviarán a este campamento, de 60 plazas, para cuidar de su salud y evitar que el resto se contagien.

Tras un 2019 nefasto para sus cosechas, los payeses estaban esperanzados ante una temporada que se antojaba prometedora, y sobre la que la sombra del coronavirus ha caído como una plaga de consecuencias imprevisibles. Las campañas se irán sucediendo desde ahora hasta agosto o septiembre (en función del producto): cereza, melocotón, pera, manzana -más o menos por este orden-, para culminar al final del verano con la vendimia. Y los agricultores están preocupados por lo que pueda suceder. El Covid-19 lo ha complicado todo para payeses y jornaleros, más allá del golpe a las exportaciones que pueda suponer la crisis que asoma. Primero, porque con las fronteras cerradas muchos de los temporeros habituales -la mayoría son extranjeros- no han podido desplazarse a España. Y en segundo lugar, porque la lentitud de las administraciones ha obligado a los payeses a autoorganizarse y tomar la iniciativas para proteger a los temporeros y a sí mismos.

Cerca de la Granja d’Escarp, pero ya en el municipio de Alcarrás (Lérida), Joaquim Tarroch tiene una plantación de melocotoneros que ejemplifica bien una cosa y la otra: las dificultades de este año para reclutar jornaleros y las medidas de prevención que intentan poner en práctica. Mientras a pocos kilómetros el alcalde miraba una y otra vez el plano del campamento para que todo encajara, Joaquim en su finca colocaba sobre el capó el kit de protección. Mascarillas, termómetro, gel desinfectante y guantes para mantener al virus alejado de él y de sus cinco jornaleros. Se toman la temperatura dos veces al día, tal y como recomienda el protocolo que el miércoles validaron la Generalitat y agentes del sector. Pero el mayor problema para Joaquim es el transporte de los jornaleros, desde Lérida hasta las plantaciones. «Somos seis y para mantener la distancia de seguridad necesitamos tres coches», explicaba a este diario. El presidente de la asociación agraria Asaja en Lérida, Pere Roqué, calcula que la limitación en el transporte aumentará en un 30 % el coste de los desplazamientos, que sufragan los agricultores.

Una actividad castigada

La amenaza para la salud del coronavirus , el gasto añadido de los equipos de protección y las consecuencias económicas de la crisis en un sector ya muy castigado no son sus únicos quebraderos de cabeza. Se añade las grandes dificultades para encontrar trabajadores. Las comarcas ilerdenses acogen cada año a unos 30.000 jornaleros para las campañas de recolección de la fruta, según cálculos de Jaume Padrós, del sindicato Unió de Pagesos. El pico en la necesidad de mano de obra se concentrará de junio a septiembre -donde se juntan la recolección en el campo y el trabajo en las cámaras- y las agrupaciones agrarias temen que no llegue gente suficiente. Por ahora, para los trabajos de clareo -retirada de frutos pequeños para dejar sitio a los grandes- con unos 8.000 jornaleros son suficientes. El problema llegará en unas semanas.

Ante este temor, ayuntamientos y asociaciones promueven campañas para reclutar como jornaleros a trabajadores de la hostelería o la construcción, parados durante el estado de alarma, pero con éxito desigual. En algunos ayuntamientos casi todo los apuntados son jornaleros inmigrantes. Ni rastro de autóctonos de otros sectores. «En lo último que piensan es en el campo», dicen al preguntársele, algunos sindicatos.

Joaquim ha tenido problemas para reclutar a temporeros para recoger melocotones. El cierre de fronteras ha impedido que los temporeros de Mali que hace lustros que trabajan con él se desplacen desde su país. Pero el asunto lo solucionó gracias a Amadou, un maliense que llamó a dos compatriotas, y los tres trabajar ahora para Joaquim. A la incomodidad de las máscaras y al calor de Lérida en las horas centrales del día, en su caso se añadía la dificultad de trabajar durante el ramadán. No tenían este problema Roger y Fernando, dos empleados rebotados de la hostelería y la automoción, que ahora se han sumado. «Nos gusta el campo», explican, y las condiciones no son peores que las que tenían.

Un camarero en la huerta

Muchos pequeños agricultores y ayuntamientos se organizan para que la sacudida del Covid-19 sea lo más leve posible. Pero en la plataforma Fruta con Justicia Social, que lucha por que se garanticen los derechos laborales y sociales de temporeros e inmigrantes, están «preocupados». Lo explicaba a este diario su portavoz Gemma Casal. Ni todos los ayuntamientos ni todos los payeses tratan igual a sus trabajadores y el Covid-19 puede ser una complicación añadida. «Son minoría, pero por su culpa la fama nos la llevamos todos», lamenta un agricultor.

Todos coinciden en desear que el Covid-19 no se cebe con el campo. Y que cuando el alcalde de La Granja dirija el desmantelamiento del campamento de confiamiento lo haga después de que lo hayan pisado cuantos menos temporeros mejor. Y que el césped donde ahora montan las casetas, pronto lo vuelvan a ocupar los niños del pueblo para jugar al fútbol.

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