Cayetano, en un muletazo
Cayetano, en un muletazo - EFE

Pasión por un gran Cayetano

Cortó una oreja, al igual que Ponce, en una tarde de sangre para el banderillero Suso

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Había más pañuelos que abanicos, cosa difícil, porque los tendidos parecían un videoclip de Locomía. Miles de telas blancas solicitaban con fuerza las dos orejas para Cayetano, que ayer conquistó la Malagueta. Hasta los espectadores que abarrotaban los miradores de Gibralfaro agitaban las manos. El torero de dinastía había formado un auténtico lío frente al notable tercero con las armas de la raza, la variedad, momentos de buen toreo y una espada letal. Otra vez con el vestido azul Soraya, color bautizado así por el sastre en homenaje a la princesa y al brillo de sus ojos.

Había sembrado este toro de Victoriano del Río -el mejor del desigual sexteto- cierto desconcierto en varas. Tras un buen tercio de banderillas, Cayetano brindó a Fermín Bohórquez.

El prólogo fue de antología: muletazos por alto con majestuosidad, un cambio de mano gustándose, la torería en la trincherilla y el desdén, personalidad en el de pecho... «¡Música, maestro!», se oyó. Y la banda arrancó. Cayetano le dio distancia y citó a derechas, buscando el temple. Había emoción. Embestía bien este victoriano por ambos pitones. Cayetano intercaló derechazos y naturales, molinetes y afarolados. Cuando en un cambio de mano perdió la flámula, regresó por el mismo registro en su dispuesta faena. No fue perfecta, pero sí plena de emoción. La plaza, cayetanista toda, se rindió cuando abrochó con muletazos por alto mirando al tendido y cobró un estoconazo en el rincón del abuelo. Los blancos tendidos eran un anuncio de detergente, el gentío se desgañitaba pidiendo el doble trofeo, pero solo se le concedió uno de este «Malhumor», que así se llamaba el notable toro. Para malhumor, el del público, que pegó una soberana bronca a la presidenta.

Si en ese no lo estimó oportuno el palco, en el sexto se lo robó la espada. El ambiente se caldeó cuando, tras un quite por chicuelinas de manos bajas de Ponce, Cayetano se picó y replicó arrebatado con una larga de pie, engarzada a unas comprometidas gaoneras. Perdió el capote en el remate y solo el quite del banderillero le libró del percance. ¡Vaya tercio bueno cuajaría luego Zayas! Cayetano, a por todas, brindó y se despojó de las zapatillas. Descalzos los pies, desnuda el alma. Como un novillero hambriento, echó las dos rodillas por tierra y cosió un cuarteto de máxima revolución. Parecía que tendría su carbón el toro, pero duró muy poco. Hasta entonces, el pequeño de los Rivera Ordóñez volvió a citar desde la distancia a derechas y se lentificó en unos naturales fenomenales, con el borde de los remates por bajo. Mediada la obra -que apuntaba a triunfo grande-, el toro cantó la gallina y se rajó. Al hilo de las tablas cerró con garbo, pero pinchó y se esfumó el premio.

El otro trofeo lo consiguió Enrique Ponce del manejable cuarto. Se desplomó en la doblada inicial, pero el valenciano le cogió antes que pronto el ritmo y lo templó en en redondo. Este «Eliotropo» -así, sin h- se imantó a la muleta del valenciano, que lo oxigenó y cuidó despidiendo los muletazos a media altura. El cartucho de pescado y un cambio de mano entusiasmaron. Pero la locura llegó en las poncinas, en el sentido de las agujas del reloj y a la inversa. Cuando lo cuadraba con ayudados por alto, una voz se arrancó a cantar, y el maestro se lo agradeció antes de enterrar media estocada. Había saludado al que abrió plaza con su habitual elegancia, genuflexo primero y erguido después. Cabeceaba el toro y se metía por dentro, defendiéndose. No era sencillo acertar con las teclas, pero el maestro de Chiva se las encontró. Aguantó las miradas por ambos lados y sacó muletazos de mérito. El final en las cercanías, tirando de valor, despertó la mayor ovación. Manzanares, sin suerte en el sorteo, se dobló con inteligencia, le adelantó la muleta y le dio los toques necesarios, llevándolo siempre muy tapado. Pese a los bruscos tornillazos, expuso y amasó notables muletazos. El espadazo despertó la pañolada, pero todo quedó en saludos. El desclasado quinto no permitió el lucimiento.

La tarde tuvo el nombre de Cayetano, que desató la pasión con su majestad y arrebato. «¡Torero, torero!», gritaban cuando abandonaba a pie una plaza de la que mereció salir en hombros.

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