La andanada

El milagro de Enrique Ponce en Zaragoza

Del susto tremendo al mejor toreo y las dos orejas sin puerta grande

Enrique Ponce Fabián Simón

Ángel González Abad

Casi tres décadas con el peso del escalafón a la espalda, recién salido de una gravísima lesión que hubiera paralizado a media liga de primera división, y llega al Pilar con las mismas ganas que cuando se presentó aquí de novillero, allá por los finales de los ochenta.

Pero por si fuera poco, va el tío y se pone a torear con un temple, una quietud y unas formas que encandilaron una vez más los tendidos de la Misericordia. Se le entregaron, con el serio y hondo primero de la desigual corrida de Juan Pedro , y con el cuarto, pese a que en Zaragoza, en los últimos años, se le está negando la puerta grande, tantas veces abierta durante muchas ferias pilaristas.

En las últimas ha toreado como nunca, y unas veces la espada, otras la seriedad presidencial, la cosa es que se está olvidando de salir aquí a hombros, aunque lo indiscutible es que está toreando y sorprendiendo como nunca. En su primer compromiso en esta feria se llevó una oreja de cada toro y si no hubo final en volandas, también es verdad que tuvo toda la suerte del mundo cuando el primero le prendió de feas maneras tras pinchar con la espada. El quite fue del manto de la Virgen del Pilar, que ya es milagro. Tanto como todo lo que ofreció con su muleta. Despaciosidad, temple y mando, que sin mando no se puede templar y torear tan despacio como lo hizo Ponce. El milagro de un torero eterno en un tiempo que para él apenas si pasa.

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