Eusebio Poncela, el único médium

Resulta difícil aparcar el imaginario que uno lleva adherido y enfrentarse de nuevo a «El sirviente» con ojos limpios...

Eusebio Poncela en una escena de «El sirviente» ABC

Alfonso Crespo

Resulta difícil aparcar el imaginario que uno lleva adherido y enfrentarse de nuevo a «El sirviente» con ojos limpios. El cine, a través de la adaptación que un gran hombre de teatro, Harold Pinter , le sirvió al camarada y cómplice Joseph Losey , dictó la sentencia de que a la novela de Robin Maugham , que alegoriza la reversibilidad de los contrarios en la lucha de clase (en la lucha por el poder), le sentaba bien una audaz mezcla de barroquismo con Brecht: asfixia argumental y ambiental «in crescendo» con interrupciones que propiciaran la posibilidad de pensar en lo que la puesta en escena ofrecía al tiempo que desplegaba sus espirales.

Con este fardo a cuestas, «El sirviente» de Mireia Gabilondo sabe a poco. Hay que poner demasiada imaginación para completar todo lo que falta, no sólo en términos escenográficos (aquí abstractos y funcionales, pero algo fríos), también en lo que afecta al intríngulis del asunto, ahí donde los británicos, a falta de otros talentos, fueron y son maestros: los gestos, los acentos y timbres de la voz, los registros, que separan a las clases, a los ricos de los pobres. Aquí todos hablan el mismo idioma, lo que amortigua los vaivenes dramáticos a través de los cuales el taimado criado Barrett va conquistando el microcosmos aristócrata desde su despojado sótano.

La única vía que en esta nueva versión permite estar a la vez dentro y fuera de la obra la proporciona Eusebio Poncela , veterano actor entre dimensiones que, en cada ocasión que irrumpe en el escenario, parece como si saboteara el aburrido vodevil melodramático en el que se ocupa el resto de sus compañeros de escena.

Poncela arriesga, hablando a veces en el umbral del susurro, sujeto a una mímica calculada que imanta cada uno de sus ademanes, en un retrato austero y punzante del humillado devenido en arribista. Si la diferencia de edad con sus cómplices y víctimas resta credibilidad dramática a todo lo que ocurre sobre la escena, esta falla redondea, sin embargo, el lado demiúrgico de su personaje, la malsana creatividad dependiente de un inefable cansancio y disgusto con lo que se tiene entre manos, incluso aunque se complete exitosamente, como es el caso.

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