Escena de «The Rake’s Progress»
Escena de «The Rake’s Progress» - ABC

La cruda y apasionante realidad

«The Rake’s Progress», ópera de 1951, estará presente en el actual Festival d’Aix-en-Provence

Aix-en-Provence Actualizado: Guardar
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El viejo argumento del pacto con el diablo atraviesa la historia cultural de Occidente sin perder actualidad. La tendrá mientras la riqueza y el placer sean acicates de la vida cotidiana. Y no parece que las cosas puedan cambiar a corto plazo, al menos si se tiene en cuenta el perverso arraigo del actual sistema económico y la lectura del trabajo recientemente publicado por los expertos en robótica e inteligencia artificial de la Universidad de Sheffield (Reino Unido) en referencia al mercado del sexo con máquinas. Ya el sabio Stravinski se interesó por la argucia fáustica, siempre empeñado en dar sentido moderno a la continuidad histórica. Son ejemplo paradigmáticos «La historia de un soldado», en 1917, y «The Rake’s Progress», en 1951, ópera presente en el actual Festival d’Aix-en-Provence, atento a la «Libertà!» (de pensamiento y de expresión) como lema de su programación.

A tenor del éxito obtenido el día del estreno es fácil deducir que el futuro de esta producción se vinculará a la propuesta escénica que, en coproducción con la Ópera Nacional Holandesa de Ámsterdam, firma Simon McBurney, actual director artístico del colectivo teatral londinense Complicite. Desde 1983 su trabajo se centra en la investigación y el estudio sobre la manera de presentar viejos y nuevos asuntos a través de una perspectiva teatral de la que son parte fundamental el video y el sentido coreográfico de la escena.

«The Rake’s Progress» se integra en una gran caja blanca cuyas paredes pronto se convierten en pantallas trayendo la realidad y apuntando a lo imaginado: ya puede ser en el primer cuadro la campestre y dieciochesca casa de campo en primavera de la familia Trulove, paisaje alternativamente blanquinegro y colorista dependiendo de quien actúe; la acelerada entrada de Tom Rakewell en la nocturnidad de la gran ciudad iluminada por los rascacielos; o la profundidad espacial del metro solitario y triste en el que Ann Trulove camina a la búsqueda de su amante. La fragilidad del espacio es evidente. Se adivina pronto, en el momento en el que las paredes de papel son atravesadas por el mefistofélico Nick Shadow. En una decadencia implacable irán progresivamente agujereándose por mil objetos hasta convertirse en el devastado manicomio, en el que Tom acabará por morir. Momento culminante no exento de ironía y regusto a la moda más radical es la fiesta en el burdel de Mother Goose y, sobre todo, la escena en el salón de la casa de Tom y su esposa, Baba la Turca, mujer barbuda y atracción de feria que tanto juego da entre el pijerío que la aplaude. Uno a uno atraviesan las paredes los regalos de los admiradores de Baba, a cual más excéntrico: un reloj de pared, una arpa, la jirafa, la virgen, la alfombra…

Pero un detalle acaba por atenuar el potencial de esta escena rítmicamente incesante y cuya valencia es fiel a las acotaciones marcadas en el formidable libreto de W. H. Auden y Chester Kallman: la interpretación musical y su soso devenir, tan lejos del prurito escénico. La presencia del director musical Eivind Gullberg Jensen se justifica en sustitución de Daniel Harding, previamente anunciado. Con él, los instrumentistas de la Orchestre de Paris y los cantantes de English Voices suenan correctos, conjuntados, cercanos a los intérpretes y sus inflexiones, pero escasos de pegada.

Kyle Ketelson, el perverso Nick Shadow, canta con eficacia, proyección, buen timbre y limitada profundidad e histrionismo. Sellem, el subastador, ofrece, al menos un punto de ironía que en el caso del protagonista, el tenor Paul Appleby, se conjuga mediante esfuerzo, agudos armados y voz a veces enjundiosa, por ejemplo al final, como remate a una trayectoria demasiado remisa. La característica se hace especialmente evidente en Julia Bullock y David Pittsinger, hija y padre Trulove, de comedida esencia dramática.

Con todo, «The Rake’s Progress» es ya una de las referencias del Festival d’Aix-en-Provence, un evento dispuesto a preguntarse sobre la actualidad, como siempre a través del pensamiento artístico y musical. Si la obra de Stravinski lo hace, un gesto final de esta propuesta lo corrobora: el emocionante propósito del ya enloquecido Tom Rakewell por recomponer la utopía de una existencia perdida mientras procura, sin éxito, pegar todos y cada uno de los agujeros de las paredes que lo circundan. El mundo a su alrededor, aquel que intentó conquistar con codicia, ya se ha desmoronado.

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