Sónar 2018, a la conquista de la última frontera

El festival echar a rodar con la singular propuesta de cante y baile de Niño de Elche e Israel Galván

Israel Galván y Niño de Elche, ayer durante su actuación en el Sónar EFE
David Morán

Esta funcionalidad es sólo para registrados

A la espera de que el exoplaneta GJ273b responda a la llamada intergaláctica que lanzaron a finales del año pasado y se anime a enviar a la Fira a algún alienígena descamisado y con ganas de hincarle el diente a, pongamos, Laurent Garnier, encargado de echar el cierre a la jornada de ayer con una concurrida sesión, al Sónar no le queda más remedio que seguir a lo suyo y conformarse con lo que hay. Y lo que hay, pasen y vean, no es poco. ¿Breaks criminales para dejarse los tímpanos y notar cómo los empastes se empiezan a agrietar? Solo tienen que preguntar por el estadounidense Daedelus y seguir la estela de esas ondas de colores que se retuercen sobre el escenario al ritmo de unos graves de los que se clavan en el pecho.

¿Mutaciones urbanas para encajar la tradición árabe en densos tapices electrónicos? Ahí está el egipcio Rozzma, sin máscara de faraón pero con medio mundo en el portátil, añadiendo exotismo sintético al XS, el escenario canalla del festival. ¿Una cúpula gigantesca para adentrarse en una odisea espacial inmersiva? De eso también tiene el Sónar, sí, aunque, como ocurre con DESPACIO, el exclusivo club que se han montado James Murphy y 2manydjs en la azotea del festival, hay que pagar peaje en forma de intimidante cola.

El Sónar, defienden sus creadores, es un experimento cultural, y como tal se reinventa año tras año para intuir, avanzar y radiografiar lo que está por venir. El pasado está ahí, sí, pero mejor no prestarle demasiada atención. Este año, por ejemplo, el XXV aniversario podría haberse transformado en un atracón retrospectivo, pero bastaba con deambular por los escenarios a media tarde para convenir que al festival le preocupan más los años que están por venir que no los que han pasado ya.

Quizá por eso el esforzado y festivo hip hop de la británica Little Simz sonó algo intrascendente y prematuramente envejecido, y quizá por eso también una de las actuaciones estrellas de la jornada inaugural fue el heterodoxo y a ratos desconcertante pase conjunto de Niño de Elche e Israel Galván. Un cantaor y un bailaor unidos en un experimento de cante extremo salpicado de viajes a los orígenes del fandango y esos peculiares mecanismos de construccion que imaginó Machado, zapateados sobre cajones de madera y planchas de metal, brincos sobre las cuerdas de un piano y erupciones rítmicas un paso del breakbeat sin más herramientas que un par de zapatos. Un espectáculo sigular y rompedor no tanto por el formato como por ese concepto que juega a arrastrar la tradición fuera de su hábitat natural par impactar y descolocar a un público que, pocos minutos antes, jaleaba con ganas la batidora de rap, funk brasileño y dembow latino del francés King Doudou.

Será que, después de todo, la filosofía de este Sónar de aniversario pasa por casar lo imposible y brincar de eso que las islandesas Cyber han bautizado como crap, algo así como un batiburrillo de trap, sonidos oscuros y desgana aparentemente endémica, a ese paisaje árido y desolado al que Dominick Fernow da forma mientras se entretiene en aplicarle un tratamiento de choque techno a sonidos inspirados por, asegura, los paisajes de Papúa Nueva Guinea. Un estrépito que tampoco hubiesen desentonado como banda sonora de un accidentado aterrizaje en Marte y con el que el Sónar, moviéndose con soltura por los márgenes de la electrónica, emprende la conquista de la última frontera.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación