San Valentín

Víctor García de la Concha: «Cuando te enamoras, la lengua se te queda corta»

El filólogo publica «Breviaro de amor», una antología en la que reúne sus cincuenta poemas de amor inolvidables de la literatura en español

Víctor García de la Concha, fotografiado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid Maya Balanya
Bruno Pardo Porto

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No existe el elixir de la eterna juventud, pero al menos tenemos la literatura, que resguarda la juventud en el brillo de los ojos. A Víctor García de la Concha (Villaviciosa, Asturias, 1934) se le enciende la mirada, azulísima, cuando habla de poesía, y eso a pesar de que lleva toda la vida, toda, dedicada al estudio de las letras. Con esa experiencia de académico a sus espaldas, y con una pasión que viene de más lejos aún, ha creado su particular «Breviario de amor» (Espasa), una antología en la que reúne sus 50 poemas de amor inolvidables de la literatura en español.

—Afirma en el prólogo del libro que amor y poesía nacieron a la vez. ¿Cree que existiría una cosa sin la otra?

—Hay poesía que no es amorosa, que no canta amores, sino otras cosas. Pero ciertamente amor y poesía van unidos. Hasta el muchacho que puede parecer más alejado de una conciencia poética, cuando se enamora la lengua se le queda corta. ¡La lengua se le queda corta! Necesita palabras distintas, frases distintas, aparte de los gestos y la entrega amorosa. Y la nuestra es una lengua riquísima para cantar el amor.

—¿Por qué?

—Es una lengua heredada del latín, que se heredó del griego. Por tanto, la poesía latina utiliza a los poetas griegos, y los poetas castellanos utilizan la poesía latina: Horacio, Ovidio y Virgilio están en la base de todo esto. En la poesía en su conjunto, el castellano es una lengua riquísima. Y eso sin contar con la afluencia árabe, con las jarchas árabes y también hebreas.

—¿Diría que es una lengua perfecta para los románticos?

—Para afrontar el amor es una lengua perfecta. Y prueba de ello es que todo este libro está lleno de semillas latinas, griegas… Nuestra lengua chupa de todas las lenguas anteriores, y esa es su riqueza. Aunque esto se descubre en el estudio...

—Tiene gracia, porque el primer poema que ha escogido, el «Romance de Fonte frida», es de desamor: la historia de una viuda que rechaza a un donjuán.

—Eso en la poesía amorosa es constante: el amor imposible. Garcilaso se enamora de una mujer casada, Isabel de Freire, y la canta veladamente. Fernando de Herrera se enamora también de una mujer casada... Y después está el desamor: Bécquer. Su poesía es fruto de dos grandes desengaños amorosos. El desengaño primero, de una novia que lo abandona, y el desengaño segundo, de una esposa que lo traiciona. Y Bécquer transforma todo eso, transfigura todo eso: está llorando de dolor y al mismo tiempo está creando el mundo más mágico posible, el mundo mágico de Bécquer. Y eso pasa una y otra vez hasta nuestros días.

—Es como si nos inspirara más lo trágico del amor: la pérdida, la imposibilidad.

—Es que eso es muy fértil para la literatura.

—A veces parece que incluso más que la felicidad, que el gozo.

—Gozo y dolor, ahí están juntándose. Ahí están maridándose y tejiéndose. La poesía muchas veces es el tejido de ese doble juego.

—El último poema del libro es de Octavio Paz, que murió en el 98. No hay autores de este siglo. ¿No le interesa la poesía de hoy?

—No lo hice por eso, lo hice por el más allá del amor. Lo hice porque el penúltimo poema que elegí, el de Neruda, tiene un final que es curioso: «Aunque este sea el último dolor que ella me causa / y estos sean los últimos versos que yo le escribo». Neruda está más allá del amor, y esto queda abierto a seguir escribiendo poesía. Es lo que después dice Octavio Paz en su poema «Más allá del amor». Él escribe al final: «Pan que inclinas la balanza del lado de la aurora, / pausa de sangre en este tiempo y otro sin medida». El poema es una pausa de sangre entre este tiempo y otro tiempo sin medida: queda siempre abierto. El amor pasará, pero siempre queda el más allá del amor. Siempre hay algo más. Es eso que yo le recordaba a mi mujer: «Envejece conmigo, lo mejor está por llegar».

—En la dedicatoria del libro escribe «Omnia vincit amor» (el amor todo lo vence). ¿Es un tópico literario o una certeza vital?

—Sí, sí, yo lo creo, claro. Es que es verdad. En todos estos poemas, que los hay gozosos, los hay dolorosos, los hay de un amor realizado o de un amor imposible, en todos ellos siempre queda el amor como la referencia de todo lo que uno puede vivir. Vivir y morir por ello. Pues eso se palpa en todos los poemas, aun en los más desenfadados.

—¿Le ha ayudado la poesía en su vida como refugio o acicate?

—Muchas veces, como me ayuda la literatura en general.

—La pasión por la lectura, ¿no disminuye con los años?

—Yo soy un melómano perdido, y vuelvo a oír veces y veces los mismos temas. Lo mismo me pasa con la lectura: yo leo y releo y voy encontrando cosas nuevas, nuevos matices, como en la música. Sobre todo leo estudiando, porque soy filólogo y me gusta sacarle todo el jugo al papel.

—¿Y ha descubierto algo preparando esta edición?

—Releyendo me encontré con «La niña de Guatemala», de José Martí. Para mí fue todo un descubrimiento, el poema y la historia que cuenta, que es rigurosamente histórica. Habla de una mujer que conoce en Guatemala, la hija de un general muy amigo de él. Tienen un affaire amoroso los dos, pero Martí se marcha a México, se casa, y más tarde vuelve con su esposa a Guatemala. Y la hija del general se suicida, se tira al río. Entonces, Martí escribe este poema, que termina así: «Callado, al oscurecer / me llamó el enterrador. / ¡Nunca más he vuelto a ver / a la que murió de amor!» Esto fue así. En el entierro de esta chica, al fondo, sin entrar en el cementerio, estaba José Martí.

—Vaya...

—Fue un redescubrimiento, porque a Martí lo conocía, lo había estudiado, pero este poema...

—Por cierto: si pudiera resucitar a alguien para tomarse un café con él, ¿a quién escogería?

—[Ríe a carcajadas] Déjeme pensar… Yo no puedo dudar. Déme dos.

—Por supuesto. Dígame dos.

—De tener que elegir dos, una sería Teresa de Jesús.

—¿Y el otro?

—Lope.

—¿Por qué?

—Porque logró un milagro. Porque Lope tiene esa vida amorosa absolutamente disparatada, pero escribe los poemas de arrepentimiento religioso más profundos de la poesía española. Y luego se marcha con Marta de Nevares y va a tenerla allí: la cama de Marta y al lado el altar, donde decía misa. Elegiría a Lope, a Lope...

—Me ha sorprendido mucho ver a Cervantes en el libro, porque siempre se habla de él como un poeta mediocre.

—Bueno, vamos a ver. Él mismo dice: «Yo que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo». Pero bueno, Cervantes escribió el soneto al túmulo de Felipe II en Sevilla. Ese es un poemazo. Es verdad que también es el único. El único junto con el que recojo en el libro. Pero Cervantes se merece…

—Un favor y un homenaje, ¿no?

—Usted lo dice. Y yo hago mía su afirmación.

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