La escritora estadounidense Shirley Jackson
La escritora estadounidense Shirley Jackson - ABC

Un cuento inédito de Shirley Jackson para celebrar su centenario

Te adelantamos, en exclusiva, «No es una cuestión de dinero», uno de los relatos de la gran escritora estadounidense que aparecen en el volumen «Déjame decirte. Nuevos cuentos, ensayos y otros escritos», que Minúscula publicará en 2017

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Era una tarde soleada y el parque rebosaba de gente. Los ancianos y ancianas estaban sentados en los bancos; las madres permanecían ociosas junto a los cochecitos de bebé o miraban a los niños corretear por el césped entre gritos. Había muchos perros yendo arriba y abajo atados a la correa o tumbados al lado de los bancos. Salvo por los niños, se oían pocas conversaciones y no demasiado ruido.

Un hombre entró en el parque por uno de los accesos laterales. Se detuvo justo en la entrada para acariciar a un perro y hablar con el dueño, después siguió avanzando a paso lento, a la búsqueda de un lugar donde sentarse. Era un hombre maduro, algo calvo y, a juzgar por la manera de vestir, no muy pudiente.

Mientras caminaba, observaba con gran interés a la gente del parque, y se entretenía a escuchar una pelea entre una madre y su hijo o a recoger una pelota de un grupo de chicos más crecidos. Uno de ellos dijo: «Pásela, señor», y extendió los brazos. El hombre lanzó con torpeza la pelota, que rebotó dos veces antes de que el chico se hiciera con ella. El chico dijo «Gracias», se volvió y la lanzó con gran destreza a lo lejos, hacia otro chico.

El hombre se quedó observándolos un momento y luego siguió caminando. Finalmente, se detuvo frente a un banco con un sitio libre en un extremo. Junto a él se sentaba una mujer con un cochecito de bebé.

–¿Puedo sentarme? –preguntó.

Ella alzó la vista y contestó.

–Está libre.

El hombre se acomodó. Suspiró y se quedó quieto un momento antes de meter la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo.

La mujer lo miró irritada y después se volvió. En el cochecito había un bebé que dormía boca abajo, vestido solo con un pañal. Tenía la espalda morena, a excepción de una clara línea blanca donde comenzaba el pañal. La mujer mecía cansinamente el cochecito adelante y atrás.

–¿Le molestará el humo al bebé? –inquirió él.

–Se acaba de dormir –dijo la mujer–. Se despierta por cualquier cosa.

El hombre se inclinó hacia adelante, tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

–Parece un bebé bueno y sano –dijo.

La mujer sonrió.

–Solo tiene seis meses –dijo–, pero no ha tenido ni un resfriado.

–Es un bebé bien parecido –dijo el hombre–. Por aquí se ven muchos de aspecto pálido.

–No están sanos –dijo la mujer–. Algunos de los niños que vienen a este parque tienen muy mala salud.

–Los niños de ciudad lo tienen difícil.

–Sus madres no deberían traerlos al parque si pueden contagiar alguna cosa a los otros niños –dijo la mujer.

Mientras hablaba, el hombre jugueteaba con la cartera y ojeaba los papeles con gesto ausente. De pronto sacó un recorte de prensa y preguntó:

–¿Quiere ver a mi hijita?

La mujer extendió la mano con la que no mecía el cochecito.

–Claro –contestó–. Por su modo de hablar, me ha parecido que usted también tenía hijos.

En el recorte se podía ver a una niña rubia de unos seis años, con un bonito rostro de gesto adulto y mucho maquillaje.

–Es encantadora –dijo la mujer–. Tiene una cara muy dulce.

–Es una buena chica –dijo él. Entonces titubeó–. ¿Sabe quién es? –preguntó finalmente.

La mujer sacudió la cabeza.

–Ahora se llama Angela Foster.

–Claro –dijo la mujer–. ¡La conozco de las películas!

–Exacto. –El hombre cogió el recorte y lo miró con orgullo–. Antes era Martin, como yo. Su madre le cambió el nombre. Angela Martin no queda bien en el cine –dijo.

–¡Qué suerte tiene esta niña! –dijo la mujer, inclinándose hacia delante para arreglar la capota del cochecito–. ¡El cine!

–Algún día será una segunda Shirley Temple –dijo el hombre–. Tiene talento: lo tiene todo.

–Debe de estar muy orgulloso de ella.

–Desde luego –comenzó a decir el hombre, comedido–. Estoy orgulloso de ella, por supuesto. Y no es una cuestión de dinero, para nada. Está ganando muchísimo, y no se lo reprocho. Es así. Antes de que su madre se la llevara a Hollywood, yo siempre me quejaba de las clases de danza y de las clases de canto y de los vestidos y de las noches en que tenía función. Y ahora me doy cuenta de que no supe valorar lo bastante el talento de la niña.

–Es difícil de ver –dijo la mujer–. Todos los niños poseen un sentido natural del ritmo. Incluso a los seis meses...

–No es una cuestión de dinero –repitió el hombre–. No creo que una niña de seis años deba mantener a su padre.

–Bueno, también es una cuestión de suerte –dijo la mujer.

–Encontré este artículo sobre ella en una revista de cine –prosiguió el hombre–. Dice que tiene cinco años, pero ahora debe de tener seis. Y ya recibe cartas de fans.

–¿De veras? –dijo la mujer.

–Estaba pensando en escribirle y pedirle una foto –dijo el hombre–. Su propio padre.

–Estoy segura de que estará muy orgulloso de ella –dijo la mujer.

Él volvió a meter la mano en el bolsillo en busca de los cigarrillos y ella frunció el ceño sacudiendo la cabeza. El hombre se levantó.

–Voy a acabar mi paseo mientras me fumo uno –dijo. Sonrió a la mujer y se inclinó un instante sobre el cochecito–. Qué bebé tan guapo –dijo.

Hizo una ligera reverencia y desapareció rápidamente por el camino.

Cuando llegó a la siguiente curva, aminoró el paso. Un niño pequeño que estaba aprendiendo a caminar salió tambaleándose de debajo de un banco y le agarró la pierna. El hombre dijo: «¿Adónde vas, campeón?», giró al niño y lo encaminó de nuevo hacia su madre. Se quedó quieto un momento, observó una partida de damas, y luego avanzó, deteniéndose poco después para ayudar a una niña de unos dos años a empujar su sillita en una curva complicada. El señor la llamó «cariño». Su madre, que estaba cerca, le dio las gracias y él respondió «Es muy guapa». La madre le sonrió y siguió adelante, tirando de la niña y hablándole mientras caminaban.

El hombre había dado toda la vuelta y había llegado de nuevo al lugar por el que había entrado. Al pasar junto a los chicos que jugaban, la pelota rebotó contra un árbol y fue en su dirección. La cogió con torpeza y, sosteniéndola en la mano, se acercó a ellos. La estaban esperando con impaciencia, y una vez estuvo junto a la pequeña verja se la dio al que estaba más cerca, diciendo con una sonrisa de disculpa:

–Ya no estoy en forma.

–Gracias –respondió el chico.

Lanzó la pelota, y los chicos se dispersaron. Uno de ellos la atrapó y se la pasó a otro.

–Colega –dijo el hombre, y el chico que estaba más cerca se volvió.

El hombre sacó la cartera y preguntó:

–¿Sabes quién es?

Desplegó un recorte de periódico y lo sostuvo frente al chico.

El chico echó un vistazo a sus amigos por encima del hombro y se acercó al hombre.

–Claro –contestó, mirando el recorte, pero sin ninguna intención de cogerlo–. Nicky Lopez. El aspirante a peso medio.

Un par de chicos que estaban por allí también se volvieron al oír al hombre y se acercaron lentamente.

–Nicky Lopez –comentó uno de ellos–. Vamos a ver a Nicky Lopez.

El hombre le alargó el recorte y el chico, después de mirarlo, dijo con aire profesional:

–Este tipo sabe pelear.

–Es bastante bueno –añadió otro de los chicos, cogiendo el recorte a su vez.

–Yo era el representante de Nicky –dijo el hombre, y observó como los chicos se volvían despacio hacia él–. Sí –dijo con nostalgia–. Yo era el representante de Nicky, hasta que el sindicato lo alejó de mí. –Miró a los chicos y prosiguió–. No es una cuestión de dinero, está claro, pero os aseguro que me dolió mucho perder a ese chico.

(Traducción: Paula Kuffer).

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