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Escritor, la tapadera perfecta para ser espía

La confesión de Frederick Forsyth de que trabajó para el MI6 durante la Guerra Fría permite recordar los casos conocidos de escritores que fueron reclutados para el espionaje

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Será su facilidad para imaginar mundos paralelos o porque simplemente escriben bonito, los servicios de inteligencia han contado con numerosos escritores a lo largo de la historia. Frederick Forsyth -conocido por «Chacal» o «El expediente Odessa»- es el último de una estirpe de autores (británicos sobre todo) que se han dejado seducir por el espionaje. Una nómina que va desde Cervantes y Daniel Defoe hasta Ian Fleming y Josep Pla. Del barroco de Quevedo al superagente secreto más emblemático de todos los tiempos: James Bond.

La confesión de Frederick Forsyth, que en su próxima autobiografía dice haber trabajado para los servicios de inteligencia británicos (MI6) durante la Guerra Fría, trae a la memoria las vivencias de otros autores que, por ambición o curiosidad, terminaron trabajando como espías.

Sin salir del siglo XX ni de Reino Unido, antes de Forsyth estuvo Somerset Maugham, considerado el escritor mejor pagado de los años 30. Maugham nació en la embajada británica en París y «mamó» ese entorno desde muy pequeño. De hecho, fue su padre quien forzó que naciera tras los muros de la embajada para que no tuviera que hacer la mili. La legislación francesa decía que todo aquel que naciera en territorio francés debía cumplir con el servicio militar, pero al venir al mundo dentro de la misma embajada evitó esa experiencia.

Anécdotas aparte, Maugham realizó tareas de mucha importancia para los servicios secretos de su país, no era una recadero cualquiera. Somerset Maugham llegó a Rusia haciéndose pasar por un corresponsal estadounidense llamado Sommerville y en ese tiempo llegó reunirse con Aleksandr Kerenski, primer ministro ruso tras la caída de los zares.

La mejor agencia de viajes

Al final, como cuenta Eric Frattini en «MI6: Historia de la firma», las historias que aparecían en los libros de Maugham eran tan reales y tan precisas que Winston Churchill alertó a los servicios secretos de que aquello era un peligro para el MI6. Maugham asumió el error y destruyó varios manuscritos de sus obras. Aunque hizo de intermediario entre el gobierno ruso y el británico nunca cobró por esos trabajos; le llegaba con su sueldo de escritor.

Un camino parecido siguió años después Graham Greene, autor de «El poder y la gloria», que trabajó para la inteligencia británica antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La única diferencia con respecto a Maugham es que Green encaraba los encargos del MI6 como un divertimento. Incluso llegó a decir que los servicios secretos eran «la mejor agencia de viajes del mundo». En el libro «Los espías y el factor humano», de Manuel Adolfo Martínez Pujalte, se dice que Graham Greene elaboró una guía confidencial en la que aparecía el nombre de varios agentes alemanes residentes en las Islas Azores.

Aquel informe tuvo como destinatario un grupo reducido de oficiales, lo que desató el sentido del humor de Greene: «Posiblemente, ese folleto conoció la tirada más corta de todas mis obras: doce ejemplares».

Bond, James Bond

En aquellos días, Ian Fleming -padre literario de James Bond- también llegó a Moscú como periodista de la agencia Reuters. Los servicios secretos vivían años de muchísima actividad y colocaron a este escritor como ayudante del almirante Godfrey, un hombre «soberbio, intelectual y arrogante», pero jefe de la División de la Inteligencia Naval. Godfrey, como cuenta Eric Frattini, se llevó al autor de James Bond de viaje por Estados Unidos, una experiencia que le permitió introducir muchos datos de calidad en sus novelas.

Fleming modeló alguno de sus personajes apoyándose en aquellas personas que fue conociendo, y con el tiempo hubo muchas teorías sobre quién inspiró el primer James Bond. Se especula desde su hermano Peter Fleming hasta Conrad O’Brien-French, un agente del MI6 muy aficionado a los martinis y las mujeres, los «vicios» más reconocibles del agente secreto.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial comenzó una época de espionaje mucho más intensa todavía. Sin armas de por medio, durante la Guerra Fría se produjo un intercambio de información vertiginoso acorde con esa «guerra silenciosa». También en Reino Unido, John le Carré, además de triunfar como escritor, tuvo tiempo de conocerse de punta a punta los servicios de inteligencia británicos. Comenzó trabajando para el MI5 (dedicado al contraespionaje) como encargado de combatir la subversión mientras estuvo en la Universidad.

La CIA, editorial

Más delante pasó al famoso MI6, dedicado al espionaje al uso, donde terminó de hacer carrera como informador al mismo tiempo que daba forma a sus mejores obras, como «El topo» (1977) o «La chica del tambor» (1983), que fueron llevadas al cine. Aunque fue un espía conocido, la historia de John le Carré esconde muchos misterios todavía y el acceso a su expediente sigue estando prohibido a pesar de las peticiones que se han hecho.

Dentro de ese clima de vigilancia, el caso de Boris Pasternak fue paradigmático. El autor de «Doctor Zhivago» vio cómo su obra era impresa y distribuida por los Estados Unidos mientras la URSS, su país de nacimiento, lo tenía prohibido por cómo retrató la revolución de 1917. La CIA aprovecho esta decisión para imprimir el libro por su cuenta y distribuirlo en Rusia convertido en un arma cultural contra el comunismo. Más tarde, cuando Pasternak recibió el Nobel, el gobierno de su país le pidió rechazar el premio tachándole de «contrarrevolucionario» y de no tener «dignidad soviética».

Aunque España se mantuvo más o menos neutral en los principales conflictos del siglo XX, siguió fiel a la costumbre de contar con escritores-espías. En este periodo, y por culpa de la Guerra Civil, España (o una parte de ella) se sirvió de autores como Josep Pla y Carlos Sentís, que tuvieron bastante trabajo en el antiguo SIFNE (Servicio de Información de la Frontera del Nordeste de España), un organismo creado por el general Mola.

«Josep Pla tuvo que salir prácticamente con lo puesto de Barcelona porque los anarquistas fueron a buscarle cuando comenzó la Guerra Civil», explica Fernando Martínez Laínez, autor del libro «Escritores espías» .

La principal misión que desarrollaron Pla y Sentís fue informar del contenido de los barcos que partían desde Marsella hacia España, muchos de los cuales iban cargados con armas para el bando republicano. «También mantenían vigilancia sobre los aviones que transportaban dinero del Banco de España para el pago de armas», resume Martínez Laínez. «Conseguían el nombre de los pilotos, la matrícula de los aparatos y hasta la cantidad de oro que llevaban. Fueron bastante activos, aunque Pla nunca quiso hablar mucho de ese tema».

Mucho más delicada fue la situación de José Robles, cuya muerte esconde aún hoy muchas incógnitas. Él era un intelectual salido de la Institución Libre de Enseñanza, un escritor de su época y un virtuoso de los idiomas, pues manejaba inglés, francés y ruso. Esta virtud le convirtió en alguien especialmente valioso durante la Guerra para el bando republicano, que le puso como traductor al servicio de los militares soviéticos durante la defensa de Madrid. Era más bien un informador-traductor, que mantuvo una gran amistad con John dos Passos, que le recomendó que probase suerte en América como escritor. Una noche de noviembre de 1936 un grupo de hombres sacó a Robles de su casa para interrogarlo y nunca más se supo. Su historia dio origen al reciente documental «Robles, duelo al sol».

Por cierto que un caso que será difícil de aclarar, hablando de Dos Passos y Steinbeck, reconocidos anticomunistas, será el de George Orwell. Un intelectual de trayectoria antitotalitaria muy reconocible, a quien lo escrito en «Homenaje a Cataluña» nunca le impidió denunciar -y sufrir- el estalinismo imperante en las filas republicanas (se dice que estuvo a punto de ser represaliado) al que, sin embargo, será difícila eliminar la sombra de duda sobre su real relación con el McCarthysmo. Muerto en 1950, apenas cuando la cruzada del senador McCarthy comenzaba, su figura fue utilizada para legitimar algo con lo que, seguramente, nunca habría estado de acuerdo. La única prueba es muy débil. En concreto una lista de posibles nombres que propuso al Foreing Office -a petición de ese ministerio- para participar en unas conferencias sobre el estalinismo que organizaban en aquellos primeros años de la Guerra Fría. Cometió la imprudencia de acompañarla de una addenda de otros que sin duda no aceptarían por su disciplina ideológica, entre ellos Chaplin y Redgrave. Y de ahí la legitimación que McCarthy trató de aprovechar con su figura. Por ello la cicatriz dejada en la historia por la caza de brujas proyecta sus sombras sobre el autor de «1984»

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