Christian Zacharias, ante el piano
Christian Zacharias, ante el piano - ABC
MÚSICA

Zacharias trae su serie infinita de Domenico Scarlatti al Auditorio Nacional

Christian Zacharias vuelve al Auditorio Nacional con la música de Scarlatti, autor al que dedicó una propuesta rompedora, el disco «Encore», donde una misma sonata es grabada a lo largo de dos décadas en veinte contextos distintos

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A mediados de los noventa, Christian Zacharias firmó para Emi uno de los discos de música clásica más curiosos y sorprendentes que se hayan editado nunca. Su título era «Encore» y la propuesta tenía un aire entre conceptual y fetichista. El programa lo conformaba una sola pieza, la «Sonata K 55» de Domenico Scarlatti (que Zacharias suele tocar como propina al final de sus recitales), grabada en veinte sitios distintos y en un arco de tiempo comprendido entre febrero de 1973 y septiembre de 1994.

Además de gran pianista, Zacharias (Jamshedpur, 1950) es un artista cultivado e inquieto. El planteamiento de «Encore» está inspirado en la obra del pintor Peter Dreher, célebre por su serie « Tag um Tag guter Tag

», empezada en 1974 y todavía sin terminar. En ella, Dreher viene pintando con estilo realista el mismo vaso de cristal (lo ha hecho ya más de 5.000 veces) en versiones «cuasi idénticas» que sólo varían en pequeños detalles. Los vasos de Dreher se entienden no tanto como individualidades, sino como elementos de una sucesión virtualmente infinita: así se suelen exponer y así adquieren su pleno sentido.

¿«Encore» contiene veinte versiones de la «Sonata K 55» por Zacharias? ¿O Son veinte versiones de Zacharias por la «K 55»?

Inseparable acompañante de su carrera pianística, la «Sonata K 55» es, para Zacharias, lo que el vaso de cristal para Dreher. En el caso de «Encore», el propósito del pianista alemán era desmontar el mito de la interpretación definitiva, eternamente válida, fomentado por la industria discográfica. Cada vez que una pieza musical suena, dice Zacharias, es igual y al mismo tiempo nueva. Siempre hay algo distinto: el instrumento, la hora, el lugar, el público… Incluso si el mismo intérprete se propusiese tocar la misma pieza de manera idéntica, no lo conseguiría. La pieza musical nace y renace como un acontecimiento único, irrepetible. En este sentido, la variación no es sólo uno de los recursos más utilizados por los compositores sino un elemento intrínseco a la propia naturaleza de la música.

Con todo, lo más sorprendente de «Encore» -uno se esperaría quizá lo contrario- es lo poco que ha cambiado el enfoque de Zacharias a lo largo de dos décadas. La diferencia más relevante atañe a las dos versiones de 1973 (las más antiguas), donde es evidente la voluntad del intérprete de acercar la sonoridad del piano al clave, haciendo un amplio uso del «staccato». Las demás versiones optan, en cambio, por una sonoridad cristalina pero de corte claramente pianístico. Tampoco en las velocidades hay diferencias notables. Salvo la de Baden-Baden (1973), que destaca por su rapidez (2’40”), el resto oscila entre los 2’59” de El Cairo (1978) y los 3’24” de Riehen (1993).

Diferencias de matiz

Llama la atención el 1’55” de Juisivy sur Orge (1973), aunque esta duración tan inferior no se debe a que Zacharias toque más rápido, sino al hecho de que omite la repetición de la segunda parte de la sonata. ¿Por qué lo hizo? ¿Tenía prisa aquel día? ¿Iba a perder el avión? ¿Hacía frío? ¿Estaba cansado? No lo sabemos ni nadie lo aclara, pero es evidente que cada concierto tiene su historia, sus circunstancias, y la suma de éstas repercute en el resultado final.

Las discrepancias entre una versión y otra son una cuestión de matices, en ciertos casos ínfimos. Quizá en una primera escucha el único elemento diferenciador sea la calidad variable de la grabación. Pero si uno se sumerge en estos matices, sentirá que cada versión es una creación distinta. La «K 55» fluye como el aceite en Stuttgart (1984), da brincos en Friburgo (1985), se viste para las grandes ocasiones en Schwetzingen (1989), es irónica en París (1989), prudente en Haarlem (1990), desmelenada en Stuttgart (1990), sensual y coqueta en Riehen (1993), traviesa en Zúrich (1993), rocambolesca en Lausana (1994), altiva en Linz (1994).

En estas variaciones inciden, casi más que el texto musical, factores como el instrumento utilizado, el cansancio y el estado de ánimo del intérprete, la acústica de la sala, la respuesta del público: las variables propias de cualquier concierto en vivo. Variables que a un tipo como Glenn Gould le ponían los pelos de punta. Para el pianista canadiense lo que se escucha en la sala de concierto no es sino el reflejo imperfecto de una idea pura que está en la cabeza del intérprete. Y la única manera para alcanzarla es la grabación en estudio. Ahí el pianista puede tomarse el tiempo necesario, repetir aquello que no ha salido bien, elegir el instrumento, suprimir la incógnita del público. De acuerdo con este tipo de enfoque, Gould dejó en un determinado momento de dar conciertos y se dedicó exclusivamente a producir discos.

Cada vez que una pieza musical suena –dice Zacharias– es igual y al mismo tiempo nueva

Para Zacharias, al contrario, hay tantas «K 55» como las que se puedan tocar. Ninguna prevalece sobre las otras; todas son distintas y al mismo tiempo esenciales. En «Encore» escuchamos veinte versiones porque son las que caben en un disco, pero podrían ser cien o mil. Zacharias contempla la «Sonata K 55» desde la perspectiva del concertista que asume la imprevisibilidad, la variabilidad e incluso la falibilidad de su tarea. Y la reivindica. El resultado es paradójico, porque Zacharias intenta decir a través del disco lo que el disco no puede decir. Si el disco fija una interpretación para siempre, como si de una fotografía se tratara, «Encore» deja claro que cada música pertenece al momento: su contenido es una celebración de lo efímero, lo transitorio y lo irrepetible a través de unas herramientas que pretenden, por su parte, congelar el instante.

¿Quién toca a quién?

Este obsesivo ejercicio de variación sugiere también inquietantes perspectivas acerca de nuestra relación con la música. A medida que voy desgranando los cortes de «Encore» empiezo a preguntarme sobre su verdadero contenido. ¿Son veinte versiones de la «Sonata K 55» por Zacharias, o veinte versiones de Zacharias por la «Sonata K 55»? ¿Quién toca a quién? ¿Es el intérprete el que se está sirviendo de la pieza?, ¿o es más bien la pieza la que, al fin y al cabo, se está sirviendo del intérprete y lo hace revivir en sus continuas variaciones? Para Borges, los libros no eran tanto un artefacto humano como un conjunto silencioso que, desde un emplazamiento privilegiado, observa al hombre, contempla su fugacidad y sus limitaciones. Pensamos que los hombres escriben los libros y, en realidad, son los libros los que escriben a los hombres. Tal vez ocurra lo mismo con la música.

El próximo martes, Christian Zacharias ofrece un recital en el Auditorio Nacional. Es un artista que visita a menudo España, por lo que su presencia no supone una novedad ni una rareza. Pero el programa incluye, además de Chopin, Ravel y Soler, cinco sonatas de Scarlatti: las «K 162», «226», «193», «183» y «386». Y queda el morbo de si, al término del concierto, Zacharias ofrecerá como propina la «Sonata K 55». Nadie lo sabe, salvo él. Nosotros tan sólo podemos sugerir: «Tócala otra vez, Christian».

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