Maqueta de la casa natal de Gabo realizada por su sobrina
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El Tusitala de Macondo

El primer García Márquez –hasta su triunfo con «Cien años de soledad»– quedó fijado en la biografía de Dasso Saldívar que ahora se reedita

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La biografía de Gabriel García Márquez que llevó a cabo Dasso Saldívar en 1997, y que ahora se reedita, me recuerda, en cuanto al procedimiento, a la que escribió en 1959 George D. Painter sobre Proust. En ambos novelistas, vida y obra se entrecruzan, asistidas por el demonio de las metamorfosis, de los reflejos y la búsqueda de fidelidad a acontecimientos de la infancia y primera juventud, de los cuales no pudieron recobrarse nunca, salvo para trascenderlos tornándolos parte del imaginario universal. Al menos del imaginario de los lectores, que a su vez influye en aquellos que nunca han leído un libro.

La vida es un tejido inextricable, no una línea, y en el caso del escritor colombiano, el tejido está urdido de historia política y familiar, enlazadas ambas realidades en una naturaleza que genera al tiempo que devora.

El centro de la obra del autor de «Cien años de soledad» (1967) no dibuja la forma del progreso y el sentido de la Historia, que García Márquez defendió con entusiasmo en su juventud y acató con cinismo hasta el final de su vida apoyando la dictadura de Castro, sino la de la circularidad: dibujo fatal de un laberinto de pasiones, espejismos de identidades y fantasías que oscilan entre el delirio de los fabuladores y lo único de la poesía.

La casa perdida

Desde «El coronel no tiene quien le escriba» (1961) a «El amor en los tiempos del cólera» (1985) –la primera, una obra perfecta; la segunda, un bellísimo folletín lineal–, García Márquez ha explorado una semilla, o mejor dicho: al interrogarla y ahondar en su oscuridad primigenia, la hizo proliferar. Todos conocemos sus otras incursiones, periodísticas, cinematográficas o de indagación en la Historia, asistido por una investigación formal nunca exenta de imaginación.

Siendo importantes todas estas derivas de su trabajo como escritor, poco añaden a la fuerza de algunos de sus cuentos y novelas deudores de su propia biografía, que a su vez lo es de una miríada de gentes de los pueblos donde vivió su infancia y primera juventud. Si Proust tuvo una verdadera revelación en la sinestesia suscitada por la magdalena mojada en té, que le abrió las puertas del «tiempo perdido», a cuya búsqueda se lanzaría con denuedo, García Márquez, como nos recuerda Dasso Saldívar, vivió «uno de los hechos más decisivos de su vida literaria» en aquel marzo de 1952, cuando acompañó a su madre a Aracataca para vender la casa de los abuelos, donde Gabito había nacido. Nuestro narrador tenía veinticinco años.

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