La versión de ciencia-ficción que Santiago García y Javier Peinado hicieron de «La tempestad» (Astiberri, 2008)
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Shakespeare y sus filósofos

Shakespeare ha hecho correr ríos de tinta, y no es una frase hecha. Pero frente a la «bardolatría» y su legión de admiradores siempre se cuela quien detecta en él «un hedor de cloaca»

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Escribió Herder: «Todas las obras teatrales de Shakespeare son propiamente Historia; únicamente Historia, tan plena, tan completa, tan viva como sólo ella puede acontecer en la gran confluencia de los sucesos del mundo». Eso es Shakespeare: quien pintó, según él, el fresco inmortal de la existencia humana, quien puso sobre un escenario las tormentas de las pasiones que, como olas enormes, nos arrastran a todos. Eso indica ya que estamos en el Olimpo de los dioses donde, según Schopenhauer, sólo habitan Platón, Kant, Homero y Goethe. Muy pocos escritores han sido tan idolatrados como este «Gulielmus Shakespeare», «el hijo de la fantasía». A ese culto se le llama «bardolatría», una especie de adoración poética. Dice Harold Bloom

que Shakespeare ha tenido, durante los dos últimos siglos, el carácter de una Biblia secular y con más exégesis que la Biblia misma.

De ese Shakespeare escribió Milton un poema-epitafio, que finaliza: «…yaces sepultado en tal pompa que Reyes por semejante tumba querrían morir». Según el Dr. Johnson, «el diamante shakesperiano resiste indemne la corriente del tiempo que sin cesar arrastra los solubles cimientos de otros escritores». Más lejos aún fue el alemán Wieland: «Es el poeta dramático más grande de todos los tiempos». Y añade: «Conozco a fondo, desde hace muchos años, a los sabios griegos y romanos; pero no conozco a ningún escritor que supere a Shakespeare en conocimiento de los seres humanos». Y Goethe señala así su diferencia: «Sus caracteres son como relojes de esferas transparentes: muestran la hora en la que estamos como cualquier reloj, pero además su mecanismo interior, que se vuelve visible». Sorprendentemente, este dios tan grande vivió en el sigilo y la inconmensurable discreción: fue el escritor más escondido, enigmático y reservado de la Historia. Silencio y discreción que contrastan con su imponente trascendencia histórica.

Una estrella fija

Fue Voltaire el primero en anunciar al continente el nombre de este autor. Pero, sorprendentemente, no fue él quien vio que aquel «aldeano de Stratford» (Carlyle) iba a ser la estrella fija más brillante del cielo. Fueron, paradójicamente, los grandes críticos-pensadores alemanes quienes anunciaron, un siglo después, la total trascendencia histórica de la figura y quienes explicaron a Europa el sentido profundo de este poeta del «desorden». El ángel o el Bautista de esa anunciación fue G. E. Lessing, que se dio cuenta de que este «Sasper» no leía la naturaleza humana con «las gafas de los libros»: traía lo natural frente a lo pomposo, las pasiones reales frente a las cosméticas, el sentir del pueblo frente al sentir cortesano del teatro francés. Pero el Mesías de esa revolución, el que descubrió que Shakespeare era «el ojo que ve» el corazón secreto de las cosas y abría un mundo tan nuevo como el de Colón, fue Herder. Él le puso el pedestal sobre el que hoy descansa. Shakespeare es el «Genio del Norte», del mundo del Norte en oposición al mundo griego y «románico». Por eso, es la expresión de su época y el creador de una nueva poesía y arte.

A Voltaire, tan perspicaz, sus dogmas le impidieron ver que estaba ante el gigante de los gigantes. Como señaló Emerson, tampoco cabe reprochárselo demasiado, porque «nadie sospechó que era el poeta de la raza humana». Escribió Voltaire: «Lo más horrible de todo es que el monstruo tiene partidarios en Francia, y para colmo de calamidades y horrores fui yo mismo el primero en hablar hace tiempo de este Shakespeare; yo mismo el primero en mostrar a los franceses algunas perlas que había encontrado en su enorme estercolero». «Era un gran genio, pero vivió en un siglo grosero; y en sus obras se encuentra la grosería de su tiempo más que el genio del autor». Diderot lo aprecia más, aunque también lo encuentra rudo y sin gusto: lo sublime y el genio brillan en Shakespeare, pero tiene una «crudeza casi medieval». Paradójicamente, en esto tienen de su parte al anárquico Nietzsche: «Mi gusto artístico defiende los nombres de Molière, Corneille y Racine…, no sin rabia, contra un genio salvaje como Shakespeare». Claro que, un siglo antes, el satírico pensador alemán Lichtenberg había anotado: «Si yo hubiera escrito esa sátira volteriana..., habría pedido perdón en los periódicos al espíritu de Shakespeare». Y el llamado Magus del Norte, el filósofo Hamann, ya había dicho que, si a las cosas humanas y divinas se les arranca lo burlesco y lo milagrero, se quedan sin su esencia. El mismo Hegel reproduce una cita de Claudius: «El Maestro Arouet nos dice: lloro; pero Shakespeare llora». Claro que todo eso ya había tenido su epitafio lapidario: «Corneille es respecto a Shakespeare, lo que un seto recortado respecto a una selva».

Herder descubrió que Shakespeare era «el ojo que ve» el corazón secreto de las cosas

Shakespeare ha sido siempre un poeta «filosófico». Y no sólo por poner en boca de Hamlet una frase, «Ser o no ser, esa es la cuestión», tan citada y repetida como el «todo fluye» de Heráclito o el «pienso, luego existo» de Descartes. Sino por haber ejercido un magnetismo enorme sobre muchos filósofos modernos: Lichtenberg, Hamann, Voltaire, Diderot, Herder, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, Freud, por citar sólo a los más evidentes. Y también sobre los más grandes escritores «filosóficos» (Schiller, Goethe, Coleridge, Carlyle, Tolstói…). Sobre eso escribió Goethe: «El teatro de Shakespeare es una bella caja de rarezas, en la que la Historia del mundo pasa ante nuestros ojos en los hilos invisibles del tiempo… Sus obras giran en torno a ese punto secreto que todavía ningún filósofo ha visto ni ha podido determinar: en el que lo peculiarmente propio de nuestro yo y la libertad pretendida de nuestros deseos choca con el discurrir necesario del todo».

Los tres grandes nombres del XIX –Hegel, Schopenhauer y Nietzsche– hacen múltiples comentarios sobre Shakespeare. El más sorprendente y cambiante es Nietzsche. Parece como si también él tuviese varias almas, como él dice de Sócrates («tenía un alma, y detrás otra, y detrás de esa todavía otra»), pero en su caso con Shakespeare. En sus obras iniciales es más bien crítico: duda de su valor poético y moral, Hamlet le parece casi una parodia del drama antiguo, Schiller le parece mejor poeta teatral que él, y percibe en Shakespeare un «tufo de chusma, un hedor de cloaca de gran ciudad»; «Baco y Shakespeare casi repugnan». Poco a poco va dando otro tono: el teatro es el reflejo de la realidad empírica, la novela el de una realidad fantástica. «¿Se entiende a Hamlet? No es la duda, es la certeza la que vuelve loco… Todos tememos a la verdad»; «el culto a la naturaleza: esa es nuestra verdadera percepción del arte». Y apunta: «La lectura de Shakespeare tiene mucho más efecto que su representación». Y explica el porqué: «El actor es un hombre moderno, y por eso está en contradicción con la tragedia». Según nos acercamos a sus obras últimas, nos lo presenta como gran «dionisiaco»: «Shakespeare es la plenitud de Sófocles. Totalmente dionisiaco». Y cita frecuentemente, junto a su nombre, el de Wagner y su germanidad, lo que es difícilmente comprensible.

Implacable como el destino

Mucho más positivos son los dos irreconciliables: Hegel y Schopenhauer. Según este último, el drama es la cumbre del arte poético: cuanto más real y conforme a la naturaleza sea su representación, mayor será el mérito del poeta. El fin de esa máxima expresión lírica, el drama, es la representación de la cara terrible de la vida, «del dolor sin nombre, del quejido de la humanidad, del triunfo de la maldad, del poder del azar y del caso irresoluble de los justos e inocentes». Por eso Shakespeare es lo máximo. El poeta dramático tiene que ser consciente de que él es el destino, y, «como el destino, debe ser implacable, el espejo del género humano»: de lo bueno y de lo malo. El arte es como la «cámara oscura» que revela con toda pureza las realidades, donde vemos, como en «Hamlet», el teatro del teatro. Y explica: «El contenido esencial del mundialmente famoso monólogo de Hamlet es este: nuestra situación es tan miserable que el no-ser total sería decididamente preferible a esa situación». El verdadero sentido del drama es la comprensión de qué es lo que el héroe paga: «No sus pecados particulares, sino el pecado original, es decir, la culpa de la existencia».

Hegel, por su parte, analiza la grandeza de los personajes de Shakespeare. Dice que lo que emociona en el arte es el «pathos», que no es exactamente el sentimiento, ni las pasiones. Ese «pathos» tiene que ser concreto y revelarse en los caracteres: en su riqueza, en su peculiaridad única, en su individualidad. Y así son precisamente los caracteres de Shakespeare: individuos autónomos que sólo pueden contar consigo mismos, con fines concretos que brotan de su individualidad, personajes consecuentes que se mantienen fieles a sí mismos y a sus pasiones, y que se enfrentan a lo que viene con determinación. Su destino, por tanto, no es algo que venga de fuera, sino su ser interior, la evolución del carácter. Ese es su «fatum». La grandeza poética de Shakespeare consiste en elevar lo más individual a carácter general, a figura, a personaje.

A Voltaire sus dogmas le impidieron ver que estaba ante el gigante de los gigantes

Hegel ofrece también una hermosa descripción de lo que es Hamlet. «Así es Hamlet, un hermoso y noble espíritu; no es interiormente débil, pero, sin un ánimo vital fuerte, se enreda, arrastrado por la apatía de la melancolía, en la locura; tiene el fino presentimiento de que algo ha acontecido; no hay signo externo alguno, ni razón alguna para la sospecha, pero le desazona, no todo es como debiera ser, presiente el hecho monstruoso ocurrido. El espíritu de su padre le señala a lo cercano. Rápidamente está decidido a la venganza, piensa constantemente en el deber que le prescribe su propio corazón; pero no se deja arrastrar como Macbeth, no mata, no se enfurece, no golpea…». Y añade dos finas observaciones: «Hamlet es, ciertamente, indeciso, pero no dubitativo, no duda sobre el qué, sino sobre el cómo debe cumplirlo». Y otra: «La colisión no está propiamente en que el hijo, en su venganza moral, tenga que incumplir la moralidad, sino en el carácter subjetivo de Hamlet, cuya alma noble no está hecha para estos actos enérgicos y, lleno de asco por el mundo y la vida y a vueltas con la decisión, las pruebas y los preparativos para la realización, se hunde por la propia irresolución y los embrollos de las circunstancias».

En definitiva, que seguimos estando, cuatrocientos años después, y sea lo que sea de la incomprensión crítica de Wittgenstein, ante la pregunta-afirmación de Carlyle: «Este Rey Shakespeare, ¿no resplandece en su soberanía coronada, sobre todos nosotros, como el más noble, el más gentil, y, sin embargo, el más fuerte de todos los estandartes, indestructible, más valioso en ese sentido que cualquier otro? Podemos imaginarlo resplandeciendo desde lo alto sobre todas las naciones de ingleses de aquí a mil años».

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