José Carlos Llop, autor de «Reyes de Alejandría»
José Carlos Llop, autor de «Reyes de Alejandría» - Bartolomé Ramón
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«Reyes de Alejandría», canciones para después de una vida

Tras retratar su infancia, José Carlos Llop se centra ahora en su generación. Música, poesía... y elegía

Madrid Actualizado: Guardar
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En «Solsticio» (2013), su anterior título, José Carlos Llop narraba los veranos de infancia en una batería de costa de Mallorca. Como todas las remembranzas de la niñez, tenía al yo como protagonista de una memoria recuperada y abrigaba un sentido fundacional. Podría decirse que lo más importante que le ocurre a «Reyes de Alejandría» es que sustituye ese yo de la memoria infantil por un nosotros, pronombre que sitúa en el eje de las primeras frases de un libro al que denomina novela pero que funciona como fragmento autobiográfico. Ese nosotros incluye a la generación de quienes rondan ahora los sesenta años, que han sido al mismo tiempo testigos y protagonistas del mayor cambio producido en la juventud española.

Eran estudiantes universitarios cuando murió Franco, y para entonces habían traspasado ya unas vivencias (literarias y musicales) que superaban con mucho los horizontes de aquella dictadura que, con el asesinato de Antich, dio su último estertor.

Lo que más llama la atención de este libro es la enumeración -como si se tratase de versos de un largo poema- de las canciones y poetas que fueron jalonando el aprendizaje de ser distintos, de ser modernos, de sentirse incluso raros: Bob Dylan, Jimmy Hendrix, Joan Baez, Leonard Cohen y otros tantos. Ellos escribieron los versos de una melodía (también gestual) que configuró el alma de toda la generación.

¿Tradición propia?

No se trataba de Los Brincos o de Los Bravos, sino de esa suerte de intérpretes extranjeros herederos de la estirpe culta y bohemia. Por eso, junto a los muchos cantantes y canciones (las enumeradas superan el centenar), está la contigüidad trazada con la gran serie de poetas que en estas páginas reciben homenaje: Ezra Pound, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Yeats, Cavafis, Pasolini, etcétera.

Se tiene la impresión, leyendo a Llop, de que nunca la juventud española aquí convocada se sintió hija de una tradición propia (aunque sean citados Josep Pla, Ferrater o Gimferrer), y sí de una corriente que conectaba a los hijos burgueses del franquismo (de padres de derecha, muchos de ellos) con la juventud de la isla de Wight o con el campus de Berkeley de pocos años antes, y por supuesto París, presente en todo el libro. Insisto en el cosmopolitismo, porque «Reyes de Alejandría» no lo oculta, pero tampoco lo vindica como forma externa (habría resultado esnob); al contario, está prendido a un tono más elegíaco que descriptivo, como si hubiera necesidad de hacer balance de las pérdidas.

Discurren paralelos en este libro el dibujo del crecimiento personal y el social

Al final del texto, toda la fuerza acumulada por las vivencias en libros y en discos va también registrando víctimas, como el propio Hendrix; también lo fueron Eduardo Haro Ibars y el amigo Fabrice, que en las últimas páginas condensa ese gesto sacrificial de una derrota que ha escenificado emblemáticamente entre nosotros Leopoldo María Panero. No es desencanto únicamente, como reza la famosa película de Jaime Chávarri, sino otra cosa. Es la sensación de que de repente cambió todo el escenario. Políticamente se sucedieron el asesinato de Aldo Moro y el truculento de Pasolini, pero también ocurrió la entrada del dinero en la cultura, y con el capital acabó triunfando ese yo hipostasiado, un solipsismo nuevo que clausuró el nosotros, como si los siguientes pasos de la creación fueran ya otra cosa.

Son importantes ciertas reflexiones hechas de pasada, como la que confronta el cosmopolitismo y la modernidad de aquella Barcelona espejo y caja de resonancia de todos los movimientos europeos de la libertad, sustituida por un nacionalismo estrecho y de campanario localista. Discurren paralelos en este libro el dibujo del crecimiento personal y el social. Se empapa al comienzo de las ciudades mediterráneas, Palma de Mallorca y Barcelona, por las que España comunicaba con el mundo, por el turismo pero también por la llegada de una intelectualidad bohemia y desinhibida.

Destino trágico

No oculta Llop cierta ironía hacia su propio personaje en las escenas de bares y de tabaco rubio o de «hash», pero el tono predominante no es irónico: comienza siendo testimonio veraz (de ahí el registro detallado de cada canción o poema y de los objetos) y termina como elegía. No en vano, junto a los poetas víctimas de ese sacrifico de la alta cultura en aras de una modernidad nerviosa, descentrada, sucedió igual destino trágico para los grandes gurús intelectuales parisinos, desde Barthes o Deleuze a Foucault, Althusser...

El título, «Reyes de Alejandría», evoca el poema de Cavafis sobre los herederos de un reino tan glorioso como efímero que prometía todos los néctares. Tampoco puede decirse que en esta elegía haya desencanto o reine la desesperanza; más bien reina la necesidad de salvar el tiempo, de habitar de nuevo unos años que son memoria, pero que en obras como esta se hace presente, tiempo para el lector.

Pocos libros habrá que puedan retratar a los lectores de hoy con tan alta tensión poética y estilo vibrante, casi ritmado, la cultura de unos años en que la juventud española se propuso ser distinta, feliz, moderna, universal. El ciclo del volumen se cierra reconociendo que el yo ha sustituido aquella comunidad del nosotros. Por un tiempo, las canciones de la vida habían sido hornacina de una dicha y del sueño compartido de un mañana que terminó siendo ayer.

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