Abajo a la izquierda, una mujer desnuda se vuelve a espiar de reojo el fin del mundo a su espalda
Abajo a la izquierda, una mujer desnuda se vuelve a espiar de reojo el fin del mundo a su espalda - WIKIPEDIA
ARTE

El Pórtico de la Gloria y la mujer desnuda

La muestra del Museo del Prado es tan solo un pellizco de la grandeza y sabiduría de una obra universal del maestro del Románico

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Del Pórtico de la Gloria de Santiago se ha escrito tanto, se han hecho tantas fotos y tantas preguntas de examen en colegios e institutos, que el peligro es cogerle manía y darlo por visto sin mirarlo bien siquiera, como si fuera un Quijote escolar petrificado. O acabar hartos antes de empezar, intimidados por demasiada mística y desanimados por demasiados turistas. «Védeos: parece que os labios moven, que falan quedo...», decía Rosalía de sus apóstoles tallados. «Bueno, ¿y qué?», contestó un siglo más tarde Torrente Ballester, cansado de arrobos y ojos en blanco.

Sin embargo, el Maestro Mateo y su taller tenían en mente precisamente a las hordas de turistas cuando pensaron sus intervenciones en la catedral de Santiago: la cripta (fundamental para entender cabalmente el ciclo iconográfico total del conjunto), el pórtico y las fachadas que no sobrevivieron eran espectáculos de piedra a todo color diseñados para ser vistos a un tiempo por centenares de personas: ni más ni menos en el siglo XII, que no en el XXI.

Y si uno sabe esperar, hay días en que a la hora de comer o justo al caer la tarde se encuentra a solas ante esa especie de tratado en piedra de cosmogonía total. Durante un año yo viví cerca, en la rúa da Algalia Nova. Mi primera novela se atascaba a menudo, y yo me escapaba a veces a esas horas hasta el pórtico para limpiar la vista y aclarar las ideas. El paseo era corto, pero volvía a casa como de un gran viaje, como si hubiera sobrevolado planetas y continentes, con la impresión de haber asistido al principio y al fin de las cosas, a un ciclo mítico de creación y destrucción del mundo que recordaba en su potencia impersonal a las grandes composiciones del arte hindú o del antiguo Egipto.

Y sin embargo, en el corazón de ese tratado teológico ortodoxo, con sus coros celestiales, sus justos y sus pecadores, sus Juicios finales y sus resucitados, Mateo conseguía dejar su huella «de autor», casi como un primer destello de individualidad renacentista, de gusto por la narración y la creación de personajes reconocibles. En la plenitud de la iconografía medieval más universalizada y abstracta, lo concreto y lo personal cobraba forma y respiraba. Sólo años después (y siglos después), en la otra punta del mundo, he vuelto a ver esculturas que mezclasen con esa naturalidad poderosísima lo intemporal y lo concreto, el arquetipo y el personaje: en el pueblecito de Congonhas, en el corazón de Minas Gerais, donde el Aleijaidinho, el gran escultor brasileño del Barroco tardío, esculpió los profetas y apóstoles de su calvario impresionante al aire libre, también a la vez humanísimo y casi oriental o precristiano en su impersonalidad arcaica.

La figura que yo no me cansaba de visitar en Santiago, la persona retratada por Mateo en el corazón de la majestad inhumana de su Juicio Final, era una mujer desnuda en una de las arquivoltas exteriores: la última de la larga fila de todos los justos que dejan atrás los castigos del Infierno y empiezan a contemplar la gloria eterna. Todos menos esa figura frágil, que se vuelve a espiar de reojo el fin del mundo a su espalda, que se resiste a la salvación egoísta de los premiados, que mira atrás una última vez quizá con pena, quizá avergonzada de abandonar a los condenados, quizá en el fondo no tan convencida de querer pasar una eternidad alabando al Dios implacable y perfecto y severo que preside el Pantocrátor y salva o condena sin pestañear.

Hay que buscarla bien, pero una vez que se ve su gesto de duda, su psicología humanísima no se olvida nunca y da la medida de la originalidad, de la imaginación y la poesía «modernas» que Mateo supo insuflar, como una carga de profundidad que anunciaba ya todo el arte por venir, en la Summa Teológica fundamental del arte medieval europeo.

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