Alfonso Armada - Lluvia racheada

«no dijera él una mentira si le asaetearan»

El amor a la verdad y el deseo de conocer deberían ser las luces que nos guiasen como un candil, ya se dirija nuestra mirada a una África demasiado poco recordada o al Mediterráneo más cercano a nosotros

Alfonso Armada
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Como un candil alumbran los buenos libros en medio de la oscuridad, al candor de una llama que a veces tiembla y se estremece, como nuestro corazón. Como tan bien supo ver Georges de La Tour. Creía Walter Benjamin que «es más difícil honrar la memoria de los sin nombre que la de los personajes reconocidos». Lo recoge el escritor y dibujante Frédérik Pajak en su « Manifiesto incierto». Con Walter Benjamin, soñador abismado en el paisaje, que lleva un mes acompañándome. Con estas palabras podemos empezar a hablar, como si buscáramos una sombra de sentido en medio de nuestro abrigo y de nuestra conciencia.

Vuelvo a Benjamin y a Cervantes ahora que tenemos la oportunidad dura y preciosa de ponernos (metafóricamente, salvo que nos atrevamos a ir allí, o a abrir, literalmente, nuestra casa) en el lugar del otro: en Lesbos, en Lampedusa, en Melilla, en cualquier frontera.

Olvidar forma parte de nuestra condición. Como hicimos y hacemos con Guinea Ecuatorial, donde se habla un español tan ameno. Y mentirnos: «no dijera él una mentira si le asaetearan». Eso dice de Don Quijote Cide Hamete Benengeli, el presunto autor de la novela. En su gran ingenio, Cervantes atribuye la escritura de un libro que engendraría una forma de ver el mundo y al mismo tiempo de estar en él a un moro así nombrado. Es decir, que es tan alto el amor de Don Quijote a la verdad que aunque le hicieran blanco de flechas como a San Sebastián él no se avendría a decir falsedad.

Durar como un candil

La cuestión de la verdad es tema arduo e irresoluble entre escribanos y teólogos, y más en esta feria de vanidades en la que la industria, el arte y el comercio se dan la mano y algo más, obscenamente. Eso que aquí, en estas páginas que siendo de papel (y virtuales) quieren durar como si fueran aquel candil. Humilde y maravilloso.

«él [Don Quijote] era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de conocer». Esa otra forma de servirse de la poligamia semántica de la fatiga, de las fatigas gozosas, sirve bien a la misión de destacar otro rasgo que adorna al Caballero de los Leones, como se hace rebautizar en la segunda parte del libro que tanto celebramos y ojalá más leyéramos, atributo desde luego digno de admirar en cualquier plumilla, en realidad en cualquier ser humano que sea consciente de las virtudes que debiera cultivar para hacer el mundo más ameno e industrioso.

Tenemos la oportunidad dura y preciosa de ponernos en el lugar del otro: en Lesbos, en Lampedusa, en Melilla

El ecosistema literario, como el sistema general del mundo, está construido en gran medida sobre apariencias, mentiras, vanidades. Reflejos, sombras, espejismos. Que se lo digan a Calderón y a los artífices de « Matrix». Lo malo es cuando nos acostumbramos a ese baile de máscaras y nos mentimos a sabiendas. Así lo leemos. No por eso aquí dejamos de atesorar una excelencia que nos haga menos perversos. Claro que en ese afán algo quijotesco podemos perder la razón pensando que la tenemos más que nadie, que ese es otro mal de altura del que conviene bajarse. Al menos prestémosle oídos al ingenioso hidalgo cuando propone: «el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». He ahí sustanciada en pocas palabras la esencia del periodismo, que es también la de la vida. Según el cronista Juan Villoro, como cuenta Paloma Torres en estas páginas, «la realidad mejora a través de las palabras». ¿Seguimos siendo los periódicos el sismógrafo de la riquísima variedad del mundo?

«Se llamaba Zabulonda Mwin Elysée», me cuenta la fotógrafa Isabel Muñoz: «Para mí era una heroína. La vendedora de cebollas. Hace unos días me enteré de que no había podido sobrevivir al horror que tuvo que vivir. Se sintió muy bien mientras le hacía fotos». Zabulonda tiene una historia tan atroz que casi no se puede contar. Nacida en Shabunda, a unos 350 kilómetros de Bukavu, al este del Congo, guerrilleros (es una forma de hablar y, como toda forma de hablar, nada inocente) del FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda, hutus contrarios al actual régimen de Kigali) irrumpieron en su casa. Como su padre se negó a violarla le decapitaron y descuartizaron. Como se negaron a comer los restos de su padre mataron a sus hermanos. A ella la violaron. Estuvo ingresada tres años en un hospital. Recuperó a sus cinco hijos. A su marido también lo perdió. Se sintió muy bien cuando Isabel Muñoz le hizo fotos, le prestó atención. Es solo una parte de África. Otra, deslumbrante, la que fotografió en Malí el gran Malick Sidibé, cuyo ojo se apagó recientemente. Pero no sus imágenes, que rompen nuestros estereotipos sobre el continente. Nos ayudan a prestar atención. A volver a ver.

Prestar atención

Una noche, en Ibiza, recuerda Frédérik Pajak, viendo cómo su amigo Jean Selz enciende un fuego, dice Walter Benjamin: «Trabaja usted como un novelista». Y añade: «Nada se parece más a una novela que un fuego de troncos. ¿A qué está abocada esta minuciosa construcción compuesta de pedazos que se sostienen unos a otros en un perfecto equilibrio? A ser destruida. Lo mismo que la novela. Todos los personajes de una novela se sustentan unos a otros, en un perfecto equilibrio, y el verdadero propósito de la novela es destruirlos». ¿Es eso lo que perseguía el autor del Quijote? ¿Qué le habría dicho Cervantes a Benjamin si hubieran compartido ese fuego nocturno en Ibiza?

Lo recordó hace días Inés Martín Rodrigo en las páginas de este diario que comienza con el abecedario. Cuenta el periodista y escritor irlandés Colm Tóibín que la poeta Elisabeth Bishop «mantuvo una relación muy meticulosa con la pena y la atención» […] «borraba y esperaba, y añadía y borraba otra vez». La pena, y la atención. Prestar atención es una forma de celebrar la alegría y la pena del mundo. Borrar y esperar. Así vamos. Y no decir mentiras aunque nos asaeteen.

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