Andrés Ibáñez - Comunicados de la tortuga celeste

Más que palabras

El nuevo libro del académico Pedro Álvarez de Miranda es un delicioso despliegue de erudición sobre el lenguaje, su historia y su evolución, escrito con prosa exquisita y humor constante y sin ningún afan de rasgarse las vestiduras

Andrés Ibáñez
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¿Qué es un idioma? No es, ciertamente, un conjunto de reglas que crean frases correctas, como creía la primitiva gramática generativa. Es, más bien, un conjunto de frases: las que usa la colectividad lingüística. Dado que el idioma es algo que ya estaba allí antes de que naciéramos, como decía Heidegger, el gramático sólo puede describir algo preexistente. Y lo que encuentra no son realmente reglas, sino más bien tendencias. Que se rompen continuamente, por supuesto. El idioma no es naturaleza, pero surge de nosotros, que somos en parte naturaleza y es, por eso, sobrenaturaleza, naturaleza segunda. Se comporta, pues, como la naturaleza, donde existen patrones pero donde todo es único, como las hojas de un olmo o el ritmo impredecible de las gotas de agua que caen de un grifo.

No existe el «español», porque cada uno tiene un idiolecto, un español personal. Es imposible escribir una página sin que aparezca algún uso propio de la persona que la ha escrito. Por ejemplo, si buscan en Google la frase que acabo de escribir, «es imposible escribir una página sin que aparezca», verán que en los millones y millones de textos rastreados por ese buscador no hay ni uno solo que se corresponda con ese orden de palabras.

Elproblema de los diptongos

La realidad de un idioma está en el sonido. El idioma existe cuando suena, cuando alguien lo dice y cuando alguien lo oye. Un idioma que no suena nunca como vibraciones en el aire producidas por órganos humanos, es un idioma muerto. Lo cual me lleva directamente a uno de los problemas planteados por el catedrático y académico Pedro Álvarez de Miranda en su excelente colección de artículos « Más que palabras» (Galaxia Gutenberg): el problema de la acentuación de los diptongos en español. Es este uno de los pocos temas en que un prosista tan mesurado y elegante como él se pone de mal humor. Tener que quitar el acento de «guion» le enfurece. A mí también me enfurecería.

La «regla» de los diptongos del español no es tal, porque no se cumple siempre. Todas las hojas de un olmo son hojas de olmo, pero no todas son iguales y algunas son decididamente raras. La regla dice que la unión de dos vocales cerradas o una cerrada y una abierta (o viceversa) en posición átona o cuando la tónica recae en la abierta, produce un diptongo. Pero muchas veces no sucede así. Yo no digo «guion», en un envite de voz, sino «gui-ón», dos sílabas. ¿Por qué? Porque es como he oído la palabra desde que era niño. El idioma no tiene ni regla, ni lógica, ni sistema. Yo digo «bio-lo-gí-a», donde «bio» es un diptongo, pero luego digo «bi-ó-lo-go», donde se produce el hiato «bi-o». Igual con los participios en «iado» (enviado, liado, criado), que los mexicanos, por ejemplo, pronuncian como diptongos. La RAE se mete en líos cuando pretende regular «in extenso» algo que es por naturaleza irregular.

Por lo general, los lingüistas y los filólogos tienen una visión mucho más tolerante del cambio lingüístico que los no especialistas

«Más que palabras» nos trae a la memoria los artículos de Lázaro Carreter de « El dardo en la palabra». Pero Álvarez de Miranda es más moderno (es cierto que es más joven, pero esto a veces no influye tanto) y, por lo que yo recuerdo, mucho más elegante como prosista. Cuando digo que es más moderno quiero decir que tiene una visión más abierta que Lázaro, ya que él mismo denuncia una y otra vez el misoneísmo (rechazo sistemático de lo nuevo), el alarmismo (el temor de que el idioma se corrompa) y el purismo. Este último, ya desde la extraordinaria dedicatoria del libro, que es un alejandrino enigmático y perfecto: «Tú sabes en qué solo sentido soy purista».

Por lo general, los lingüistas, los filólogos, los lexicógrafos, tienen una visión mucho más tolerante del cambio lingüístico que los no especialistas. Los articulistas de periódico, por ejemplo, saben que hay un tema que siempre funciona: la denuncia de la corrupción del idioma. La idea de que cada vez se habla peor, de que el idioma se deshace, de que la gente (los escolares, los universitarios) ya no sabe expresarse, es un tópico eficaz. Todo el mundo se siente atravesado por un escalofrío de horror al escuchar este tipo de denuncias, que siempre parecen ciertas. Por lo que respecta a la RAE, a menudo nos irrita que sean tan abiertos y permisivos, y que estén dispuestos a incluir palabras como «meme» o «cocreta» en su Diccionario. Claro que la Academia (rompamos una lanza a favor de esa irritación) tiene un doble papel que no siempre está muy claro: ellos afirman que no son «normativos», sino «descriptivos», pero en realidad sí son una institución normativa, lo quieran o no, por su propia naturaleza. Tener una mentalidad abierta ante la innovación me parece muy bien, pero la Academia también acepta y rechaza, prohíbe y obliga.

La belleza

Hay otro elemento, además, sobre el que la RAE no puede opinar pero sí el usuario individual: la belleza del lenguaje.

«Más que palabras» no es sólo una colección de artículos que rastrea el origen de ciertas palabras y expresiones, con una prosa exquisita y teñida de un humor constante, tan presente e invisible como el coñac que impregna un bizcocho, y con un despliegue de erudición y de lecturas que dejan literalmente patidifuso (por ejemplo, el artículo dedicado a «pasarlas moradas»), sino también una reflexión sobre lo que significa la evolución del idioma. Es, además una exposición no sistemática de la forma en que piensa un filólogo cuando cree que algo debe rechazarse (por ejemplo, las odiosas construcciones de infinitivo, «decir que hemos avanzado mucho») y cuando piensa que no hay que rasgarse tanto las vestiduras. Cosa que, de acuerdo con Álvarez de Miranda, no deberíamos hacer casi nunca.

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