ARTE

Madoz y la resonancia de las imágenes

Una exposición en el Jardín Botánico (Madrid) invita de nuevo a sumergise en la ensoñación por el objeto del fotógrafo madrileño

Una de las obras «sin título» de Madoz, fechada en el año 2000 Chema Madoz, Vegap 2019

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Volver a contemplar las obras de Chema Madoz (Madrid, 1958) me lleva a certificar que se trata de un artista que parece que da siempre en el blanco, como si tuviera aquella «inteligencia» que invocaba Juan Ramón Jiménez que nos pone al alcance «el nombre exacto de las cosas».

No exagero cuando pienso que es uno de los «clásicos contemporáneos» de la fotografía española , generador de un territorio iconográfico propio que, si bien tiene puntos de contacto con la poesía visual de Brossa o incluso con las greguerías ramonianas, se ha desplegado con absoluta convicción poética. Revisando sus obras he sentido el «punctum» de esas manos femeninas que, por ejemplo, descorren una cortina y muestran un camino serpenteante o agarran el reflejo de un árbol en una superficie de agua o parecen estar a punto de re-ensamblar el puzle de una hoja de una planta. Encuentro un tacto sutil, una suerte de anhelo de acariciar la sombra de la realidad, de atrapar lo misterioso, aquel enigma que, según Aristóteles, no era otra cosa que la densidad misma de las metáforas.

Trabajos de «jardinería»

Como indica Oliva María Rubio, comisaria de la muestra, las imágenes de Madoz son extraordinarios ejemplos del «arte de trastocar las reglas de la Naturaleza». Sin duda, el Jardín Botánico (un tanto descuidado, por cierto) es un lugar ideal para presentar sus extraños trabajos de «jardinería» post-surrealista: una rosa con anzuelos que son espinas; la copa de un árbol creada con una nube; las cerezas perfectamente equilibradas en la balanza (estricta justicia poética); la palmera cuyo tronco está formado por una columna de macetas; el bonsai petrificado; la hoja de plátano en la que ha quedado fijada la escritura... En una foto aparece, marginado, carente de rostro, un sujeto vestido impecablemente con un abrigo negro, llevando en el bolsillo unas tijeras que vienen a sugerir que él habría realizado los arreglos topiarios de los setos que tiene detrás.

Bernardo Atxaga señala que Madoz «desretrata» las cosas , rehace el mundo «estableciendo conexiones raras y bellas». Lo más curioso de sus imágenes, estrictamente metafóricas, es que da la impresión de que nos hacen ver algo «evidente», como si el mundo fuera tal y como él lo compone poéticamente. El pétreo cactus no es nada anómalo y la hoja otoñal que está en el corazón de la manzana, estoy convencido de que habita hay desde los orígenes de la vida. No resulta desconcertante que el césped sea utilizado como si fuera un «paso de cebra» o que las notas musicales cuelguen de las ramas de los árboles.

Azar en conserva

Sus lúcidos juegos visuales tienen algo de truco de magia y de azar en conserva. La mariposa y la araña elevan el vuelo y tejen una red que nos atrapa y, al tiempo, dinamiza nuestra imaginación. Estas fascinantes fotos generan eso que Hartmut Rosa llama «resonancia», una suerte de sintonización, valgan las analogías musicales, con un mundo que se «re-encanta». Si, como advierte ese filósofo, la belleza es una forma de relación, las imágenes de Madoz hacen «saltar la chispa» de una felicidad posible , nos regalan instantes poéticos en una remodelación de la tradición del haikú. Fijan como un don singular un cubito de hielo que no terminará de deshacerse jamás. No es nada fácil seguir «cosiendo» estos hermosos instantes cuando el hilo está formado por gotas de agua, aunque, cuando es un maestro de la «costura-jardinera» como Madoz el que tiene la tijera, la magia visual es de nuevo posible.

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