Juan Manuel de Prada - Raros como yo

Lenin vanguardista

¿Fue acaso Lenin el creador de Dadá? ¿Fue la revolución rusa un exceso dadaísta? Una hipótesis así lo afirma

Juan Manuel de Prada
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No podemos dejar pasar el centenario de la revolución rusa sin dar pábulo a la estupefaciente hipótesis expuesta por Dominique Noguez en su obra «Lénine Dadá» (1989), según la cual habría sido Vladimir Ilich Lenin (1870-1924) y no Tristan Tzara el fundador de la vanguardia literaria llamada dadaísmo. En su «Almanaque», Tzara aseguraría, haciéndose el sueco, que la palabra Dadá «nació no se sabe cómo». Años más tarde, se inventaría un cuento chino según el cual «una mano verde colocó su fealdad sobre una página del Larousse; designó precisamente dadá y la elegí». Hans Arp, en fin, se confabularía con Tzara para levantar falso testimonio, asegurando que el feliz hallazgo de Tzara se había producido: «en presencia de mis doce hijos... y yo llevaba un brioche en la nariz izquierda»; aunque a renglón seguido afirma que «todo esto no tiene importancia, sólo a los imbéciles y a los profesores españoles les interesan las fechas».

¿Tomaremos en serio a tales botarates? ¿Quién fue el verdadero inspirador de aquella formidable bufonada literaria? Lo cierto es que Lenin, desde el 21 de febrero de 1916 hasta el 2 de abril de 1917, justo antes de retornar a Rusia para instaurar el terror, vivió con su mujer en el número 14 de la Spiegelgasse de Zúrich, a escasos metros del cabaré Voltaire. En este lugar, muy frecuentado por bohemios y garrapatas, Lenin entabló incontables partidas de ajedrez con Tzara, intercambió ideas beodas y hasta compartió gachises, pues –según precisa Julien Green– Lenin «era muy sucio y promiscuo en el sexo».

Caos organizado

Fue en el café Voltaire cuando, una noche de abril de 1916, Tzara, envalentonado por el alcohol, se disfrazó de bayadera y trepó a un velador, para ejecutar unos contoneos más beodos que lascivos. La parroquia abucheó al travestido bailarín con invectivas y peticiones de degüello: «¡Fuera! ¡No, no, que se largue!». Entonces, entre el clamor desaprobatorio, se alzó el vozarrón de un borrachuzo que marcaba el ritmo de la danza batiendo unas manos rudas y callosas, como de masturbador de rinocerontes. La gorra calada hasta las cejas, el bigotón desflecado y la barba hirsuta no lograban disimular sus rasgos mongoloides. «¡Da! ¡Da!», rugía Lenin entre risotadas caníbales, que en ruso significa. «¡Sí! ¡Sí!». Y al ritmo impuesto por sus palmadas no tardaron en sumarse los demás parroquianos, golpeando sus jarras de cerveza sobre el mármol de los veladores. Había nacido Dadá, la vanguardia precursora.

No fue esta la única aportación de Lenin al dadaísmo. Noguez nos demuestra, mediante sesudos análisis grafológicos y un estudio sinóptico de algunos documentos fundacionales del dadaísmo y centenares de cartas dirigidas por Lenin a sus sicarios y acólitos durante las jornadas más feroces de la represión bolchevique, que unos y otras habrían sido redactados por la misma persona. A partir de este descubrimiento sobrecogedor o despatarrante, Noguez aventura que Lenin habría convencido a su conmilitón Tzara de la necesidad de expandir Dadá, disfrazándolo de doctrina política. Aquel nuevo arte todavía en mantillas que vindicaba el caos como forma máxima de originalidad requería un andamiaje organizativo que, sin abjurar de los principios de estricta irracionalidad y arbitraria asociación de ideas, exaltase una utopía revolucionaria.

Lenin habría convencido a Tzara de la necesidad de expandir Dadá, disfrazándolo de doctrina política

Tzara, sin embargo, no acababa de comulgar con la propuesta de Lenin, expuesta con pinceladas (o brochazos) de crueldad macabra. Ciertamente, había afirmado que existía «una gran labor destructiva por realizar»; ciertamente, había exaltado la improvisación, el inconformismo y el estupro de los valores tradicionales como dogmas de la vanguardia que acaudillaba; pero también había afirmado su repugnancia hacia todos los sistemas ideológicos. El bronco Lenin insistió, arrimando el ascua de Dadá a la sardina ferocísima y sádica de un comunismo de tremolina y degüello. Arp y otros conspicuos cofrades de Dadá aconsejaron a Tzara que expulsara al ruso del movimiento, antes de que su locura incendiaria los llevase a todos al cadalso. Entonces Tzara concibió una estrategia de escamoteo digna de Houdini: nombró a Lenin delegado plenipotenciario de Dadá en Rusia, hacia donde partió en febrero de 1917, más contento que unas castañuelas.

«No se dispare más»

Lo que vino después ya se conoce. Los episodios de rabia visceral de la revolución bolchevique fueron, en realidad, una aplicación fanática de los postulados dadaístas, así como una farsa burlesca para escarnio del proletariado. En 1923, aterrado ante la magnitud de la devastación y mortandad perpetradas por Lenin, Tzara escribiría en la revista «Littérature»: «¡No se dispare más, no se hable más!». Instantáneamente, como mesmerizado por la consigna de su jefe de filas, Lenin cesó en sus desmanes y se acogió a la hemiplejía, ingresando para siempre en el mutismo, que sólo quebraba con estrepitosas carcajadas.

No contaba, sin embargo, Tzara con que el evangelio de Dadá (o su herejía soviética) ya se había divulgado entre los secuaces de Lenin, que con sus purgas convertirían a su fundador en un mero diletante, como André Breton dejaría a Tzara convertido en una hermana ursulina especialmente seráfica. El propio Stalin se encargaría de dispensar a su antecesor unas exequias rigurosamente dadaístas que incluyeron el embalsamamiento y la exposición de su cadáver incorrupto, antes de seguir matando a porrillo.

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