LIBROS

José María Merino: «Algo de doble tenemos todos y cada uno de nosotros»

En «Aventuras e invenciones del profesor Souto» (Páginas de Espuma), el escritor y académico reúne todos los relatos protagonizados por uno de sus personajes más aplaudidos y presentes en su obra

José María Merino (La Coruña, 1941) Ángel de Antonio
Carmen R. Santos

Esta funcionalidad es sólo para registrados

-¿Cómo nació el profesor Souto?

-Hace muchos años, durante un tiempo, sobre todo en verano, los periódicos publicaron cuentos literarios, y a mí «El País» me encargó uno. Se me ocurrió la historia de un lingüista que perdía el sentido de las palabras y le puse un nombre determinado... Por entonces, yo tenía cierta relación profesional con el académico don Emilio Lorenzo-Criado, y un día me dijo que había leído mi cuento, y me preguntó si le había parecido bien al profesor X. ¡Resultaba que había un lingüista en una conocida universidad española que llevaba el mismo nombre que el de mi cuento! Decidí que, cuando incluyese el cuento en un libro, se lo cambiaría, y así lo hice: se lo cambié por el de Souto... A partir de ahí, en numerosas ocasiones, al imaginar un cuento, Souto me lo reclama como suyo.

-¿Cuáles son sus rasgos esenciales?

-Ante todo, una obsesión continua por los signos y su significado. El profesor Souto ve signos expresivos en los lugares más insospechados y en las señales más inocuas, e intenta descifrar ese lenguaje... Además, tiene una relación peculiar consigo mismo, una coincidencia recurrente con su doble.

-¿Por qué es un lingüista?

-Lo cierto es que yo sé muy poco de lingüística... No fue algo racional, sino una intuición, acaso porque la lengua, con todas las estructuras que puede componer -narrativas, filosóficas, científicas...- es mucho más que un sistema de comunicación: el aparato sustantivo de lo que somos los seres humanos, uno de los cimientos fundamentales de nuestro pensamiento simbólico.

-El título evoca el barojiano de «Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox»...

-Yo fui lector de Baroja desde que era muy joven, y conservo las obras completas que había en casa de mi padre, ocho preciosos tomos de la editorial Biblioteca Nueva. Por cierto, la lectura de Baroja me encantaba, pero creo que hizo mi temperamento más melancólico... Claro que en el título hay un guiño barojiano.

-Es célebre que Flaubert confesó: «Madame Bovary soy yo». ¿Diría usted: «Souto soy yo»? ¿Cuánto hay, y no hay, de Souto en José María Merino?

-Creo que en los personajes de todos cuantos escribimos ficción hay siempre algo nuestro, en mayor o menor medida, y más o menos conseguido... En el caso de Souto, qué duda cabe de que me identifico con él en su curiosidad por los signos. Yo también veo curiosas señales, casi siempre indescifrables, en todo: en la disposición de una estancia, en el trazado de una carretera, en la dispersión de los árboles en el bosque, en la ordenación de una cordillera... En cuanto al doble, a mí me gusta repetir que, por nuestra propia constitución física -eso que se llama la «simetría bilateral»- algo de doble tenemos todos y cada uno de nosotros.

«A Souto le desasosiegan las identidades que son de una pieza. Precisamente ahora sufrimos los efectos de la “unilateralidad” catalana»

-¿Es la cuestión de la identidad la fundamental que se ventila en Souto?

-A Souto no hay cosa que más lo sorprenda y desasosiegue que esas identidades de una pieza que tanto se proclaman en ciertas partes del mundo. Precisamente ahora estamos sufriendo los efectos de la «unilateralidad» catalana… La cadena genética profunda del ser humano viene de hace millones de años, de los cordados o algo similar, por lo menos, a través de innumerables cruces... Y en la personalidad española, por ejemplo, aunque en nuestro ADN general predomine lo ibérico -como en Francia y en Gran Bretaña, por cierto- están muchos otros elementos: lo judío, lo céltico, lo romano, lo árabe... sin contar con que el latín es la base del español y de nuestras demás lenguas, excepto la vasca, que al parecer está muy relacionada con el ibero... Souto tiene claro que las identidades fundamentalistas son alucinaciones ignorantes... y muy estúpidas y dañinas.

-¿De las peripecias de Souto recogidas en el volumen, tiene alguna preferida?

-Me hace gracia que, cuando Souto intenta dejar de fumar, en su doble persista la dependencia del tabaco... O me gusta que, cuando lo confunden con otra persona, asuma el error sin titubear y se haga pasar por el otro. Y me divierte la relación entre el profesor y un programa de inteligencia artificial, o su aventura en Dartmouth College, que me recuerda una estancia mía en aquella universidad para dar un curso sobre el cuento literario... En fin, que cada uno de los textos incluidos en el libro, precisamente por su origen azaroso, no resultado de un proyecto común, me hace recordar algo para mí curioso.

-¿Con esta antología da por finalizado al personaje?

-Dada esa característica suya de la aparición ocasional, no puedo darlo por finalizado. Por ejemplo, ahora estoy trabajando un libro en el que se mezclan cierto aire novelesco con el ensayo y el relato muy breve, desde una relectura de «El Quijote», y en él hay una larga travesía de La Mancha que llevan a cabo el profesor Souto y su compañera y antigua alumna Celina Vallejo.

«Vivimos un lamentable abandono de las Humanidades, lo que es grave responsabilidad de nuestras autoridades públicas»

-¿Se ha cansado en algún momento de él, como le sucedió a Conan Doyle con Sherlock Homes?

-No, porque no tengo con él lo que pudiéramos llamar una «relación estable», sino aventuras. Solo me encuentro con él de vez en cuando, y además sin tenerlo previsto. Eso es una suerte, no tengo que estar continuamente pendiente de él como personaje.

-Usted es un maestro del cuento. ¿Cuál es el secreto de un buen relato?

-Gracias por el halago. Una vez conté que, como a mí se me daban fatal las matemáticas, para desquitarme inventé una fórmula sobre la naturaleza del cuento: «Intensidad, inversamente proporcional a extensión». Por supuesto, con tres elementos imprescindibles: originalidad, concisión y armonía. Y sin olvidar que un cuento tiene que moverse dramáticamente, tiene que contar algo, precisamente, por poco que sea –lo poco no es antónimo de lo bueno-. Y que esa identidad está en el «Panchatantra» y estará en los cuentos del siglo XXX –si el «homo sapiens» sigue existiendo- porque la sustancia del cuento está en nuestro imaginario profundo, sustantivo.

-Precisamente en su colección de ensayos «Ficción perpetua», leemos: «Así comienza la aventura humana: descifrando el caos del universo mediante la ficción». Y nunca renunciaremos a descifrar el caos...

-Es que no podemos renunciar. La ficción, constitutiva del pensamiento simbólico, es lo que sirve para descifrar la realidad, como otras formas del mismo sistema: la aritmética, el dibujo, la pintura, la escultura, la música... La realidad es en sí misma caótica, azarosa, carente de lógica. A mí me gusta decir que la realidad no necesita ser verosímil. Y es que no lo es. La ficción, ordenada en historias, es la que la hace verosímil, y la que nos ayudó a descifrarla, o mejor dicho a entenderla algo más, desde nuestros orígenes como especie. Ese mecanismo va con nosotros, y si lo perdemos será que habremos dejado de constituir esta especie que somos ahora.

«Estamos abiertos a las propuestas de la ciudadanía, siempre que sean razonables. Pero hay que tener en cuenta que el Diccionario de la RAE no puede ser “políticamente correcto”»

-En «Bibliofobia», incluido en «Ficción perpetua», aborda las amenazas que se ciernen sobre el libro. ¿Cuál sería hoy la más dañina?

-La idea, ya tópica, de que el libro en papel es un objeto anticuado, prescindible... Yo puedo leer la primera edición de «El Quijote» en un ejemplar de entonces, porque la «aplicación» no ha cambiado. Mis ordenadores, en 20 años, han cambiado varias veces las aplicaciones de escritura, e incluso he perdido textos, por no estar suficientemente al tanto de esas recurrentes modificaciones cibernéticas. El libro no necesita cargarse, nosotros mismos somos el «disco duro». Si las cosas útiles hay que tirarlas por antiguas, habrá que deshacerse del paraguas y de la carretilla, inventos chinos de hace dos mil años, y de la hebilla del cinturón, invento céltico también arcaico, etc... Pero lo más dañino, con todos mis respetos hacia el libro electrónico, tan útil para mucha gente en los viajes, es que sobre el libro de papel pesa cierto papanatismo tecnológico que viene de la ignorancia, no del progreso.

-Frecuenta usted centros de enseñanza. ¿Qué se puede hacer para incentivar el gusto por la lectura, sobre todo entre los más jóvenes?

-La verdad es que, desde que publiqué «El oro de los sueños» a finales de los 80, frecuenté muchísimos, y si hubiese llevado el cuaderno de bitácora de aquellas visitas, sería sin duda mi mejor libro. Ahora ya solo voy de vez en cuando, pero me sigue gustando. Creo que es visitar las «trincheras» de la guerra por la cultura. Bueno, en el asunto intervienen muchos factores: para empezar, en incentivar ese gusto es decisivo el papel de la familia, incluso antes de la escuela. La infancia tiene que familiarizarse en su casa con los libros como objeto que contienen historias, y con alguien que se las cuente o lea. Esa iniciación no obliga solo al sistema educativo. Aunque este tiene que contar con un profesorado lector de verdad -el gusto por la lectura se transmite por contagio- y unos programas que lo apoyen. Ahora estamos viviendo un lamentable momento de abandono de las Humanidades, de la literatura a la filosofía, lo que es grave responsabilidad de nuestras autoridades públicas. Esto, sin entrar en las «nuevas tecnologías», que están siendo en muchísimos casos utilizadas de modo banal y bastante dañino para la verdadera cultura, pues ese uso banal empobrece y deteriora el lenguaje y hace mucho daño al pensamiento mínimamente complejo.

-«Aporofobia» ha sido elegida como palabra de 2017. ¿Qué le parece la elección? ¿Qué otro vocablo propondría usted?

-No me parece mal, por su contenido digamos ético, su construcción desde una idea moral: es un modo de dar nombre específico a ese menosprecio, desconfianza, hacia el desfavorecido, el pobre, el emigrante, el refugiado... Es un tema candente en nuestros días: todavía he vivido un tiempo en el que se decía con toda tranquilidad negrata, sudaca, charnego, maqueto, palurdo... Otras palabras curiosas, que aprobó la RAE, serían «Feminicidio» o «Amigobio».

-¿Qué opina de la polémica sobre el supuesto sexismo del Diccionario de la RAE?

-Su planteamiento me parece absurdo. Me explico: hace poco en la comisión a la que pertenezco se planteó la conveniencia de quitarle a «lujuria» sus connotaciones de orden pecaminoso, y dejar solamente los aspectos de exceso, y lo acordamos. Eran matices que se habían incluido históricamente, desde cierta mirada religiosa. No hay que olvidar que el Diccionario tiene cerca de trescientos años, y que las palabras se han ido añadiendo o modificando sin cesar. La 23ª edición, de 2014, tiene más de 93.000 lemas. En la RAE estamos revisando continuamente los lemas, pero son muchos y su revisión requiere tiempo. Además, estamos abiertos a las propuestas de la ciudadanía, siempre que sean razonables. Porque hay también que tener en cuenta que el Diccionario no puede ser «políticamente correcto». Si una palabra que resulta hiriente u ofensiva es utilizada por muchos hablantes, la RAE puede marcar su sentido como vulgar u ofensivo, pero no eliminarla, entre otras cosas porque el Diccionario es el recurso de referencia de innumerable gente del mundo para saber qué significan las palabras usadas en español, nos gusten o no nos gusten.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación