«La dacha», obra colectiva no firmada presentada en el Salón de la Jeune Peinture de 1969
«La dacha», obra colectiva no firmada presentada en el Salón de la Jeune Peinture de 1969
ARTE

Eduardo Arroyo y San Jerónimo

Eduardo Arroyo se acomoda en La Casa del Lector de Madrid y la convierte en la sede de «La oficina de San Jerónimo», un ejercicio coral muy al estilo de este peculiar pintor

Madrid Actualizado: Guardar
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Esta es una exposición hecha por y para Eduardo Arroyo (Madrid, 1937). Las obsesiones de un pintor que podía haber sido escritor porque ama la escritura casi tanto como la pintura. Hay quien asegura que lo de buen escritor se iguala a lo de buen pintor. Ya saben que para gustos están los colores y las letras, cuyas combinaciones resultan infinitas. Buena prueba de ello es esta exposición que ocupa los espacios centrales de la madrileña Casa del Lector, y cuya organización se estructura en siete capítulos como en una novela más surrealista que realista. San Jerónimo -en muy distintas versiones clásicas cedidas por colecciones privadas y museos como el Nacional del Prado con un Antonio van Dyck- abre la narración en la que no hay palabras sin pintura, ni pintura sin palabras.

San Jerónimo es el eremita, cuya imagen siempre aparece con papeles en la mano. Pasó veinticinco años de su vida traduciendo la Biblia al latín y, pasados los siglos, se le considera el patrón de los traductores. Un santo que amaba las palabra más a que sí mismo.

La muestra se estructura en siete capítulos como en una novela más surrealista que realista

En el segundo capítulo entra en escena el relato de Balzac «Una pasión en el desierto» que, a modo de ejercicio vanguardista a seis manos, ilustraron en una serie pictórica Gilles Aillaud, Antonio Recalcati y el propio Eduardo Arroyo. Eros y Tanatos se dan la mano en una historia que narra el amor entre un soldado napoleónico y una pantera que Balzac tomó de la leyenda parisina que rondaba al militar Henry Martin, de quien dicen, además, que fue el primer domador de estas fieras. La trece pinturas figurativas que Aillaud, Recalcati y Arroyo pintaron en 1964 son de las pocas ilustraciones que se han hecho sobre el relato de Balzac. Están expuestas tras un enrejado de casa de fieras, de jaula circense al más puro estilo Gómez de la Serna, quien protagoniza el siguiente capítulo, «El Estilita». Ramón, el gran orador subido en la columna de Simeón el Anciano, mientras recita su monólogo de tres minutos y medio, al que se le conoce como «La mano», »El Orador» o «El Orador bluff». A Gómez de la Serna le acompaña, como público inmóvil y asombrado, una colección de fotografías donde el hilo conductor reside en la flotante pose del retratado: ninguno tiene los pies en el suelo.

Alfabetos ilegibles

«La escritura ilegible» o capítulo cuatro, donde confluye la obra de pintores que dibujan alfabetos cuya lectura responde a un ejercicio más estético que práctico. Pongamos los ejemplos de Palazuelo, Enrique Brinkmann, Pierre Buraglio, Henry Michaux, Luis Gordillo y Hans Bellmer, entre otros. Las metáforas de un lenguaje imposible al igual que resulta imposible el ejercicio de seguir el hilo discursivo en los capítulos cinco y seis, titulados «Pintores franceses» y «Pintores españoles», respectivamente. Un homenaje, muy al estilo Arroyo y sus reinvindicaciones sobre al arte y sus asuntos, a los pintores raros de un tiempo infinito: Pierre Roy, Clovis Trouille, Alfred Courmes, Jules Lefranc, Rafael Cidoncha, Sergio Sanz y Carlos García-Alix. Finalmente, el capítulo siete abre el curso a las lecturas «eduardianas» sobre el cine y otra falsas apariencias con «El retrato de Dorian Gray». «Todo arte es a la vez superficie y símbolo», escribió Wilde.

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