LIBROS

El despegue vital e intelectual de Maryse Condé

La autora antillana destripa en «La vida sin maquillaje», la segunda parte de sus memorias, su entrada en la vida adulta

Maryse Condé, en una imagen de archivo INÉS BAUCELLS
Jaime G. Mora

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Maryse Condé (Guadalupe, 1937) sintió una triple liberación cuando en 2018 le concedieron el Nobel alternativo de Literatura. El reconocimiento suponía que sí, que ella podía escribir: que las mujeres, los negros y los habitantes de islas recónditas podían escribir, aunque llegaran tarde, como ella, que no publicó su primera novela hasta los 42 años. Pese a la exquisita educación que recibió en Guadalupe y París, no fue una escritora precoz: «Estaba tan ocupada viviendo, sufriendo, que no me quedaba tiempo para más».

Con 19 años tuvo su primer hijo: «Me quedé sola en París, incapaz de hacerme a la idea de que el padre de mi bebé me había abandonado». Luego se casó con Mamadou Condé , un actor guineano, con el único objetivo de «reconquistar, gracias al matrimonio, un cierto estatus en la sociedad». Con él tuvo tres hijas, antes de decidir que le extirparan las trompas de falopio: «¡Se acabó! –pensó cuando despertó de la operación– ¡Se acabaron el miedo y la angustia en cada relación sexual!». Este periodo de su vida es el que Condé destripa en « La vida sin maquillaje » (Impedimenta, 2019).

Tras « Corazón que ríe, corazón que llora », donde la autora antillana rememora su niñez con una mezcla de nostalgia e imaginación ensoñada, en sus memorias de juventud le quita el maquillaje a sus recuerdos. La hija de esos padres pequeñoburgueses que rechazaban su negritud para fingirse ciudadanos de la colonia francesa emerge en la segunda parte de sus memorias como una joven madre sin recursos. «Yo quería con locura a mi niño –escribe–, pero su venida a este mundo destruyó las esperanzas que cimentaban el edificio de mi educación; […] no me veía capaz de satisfacer sus necesidades. En otras palabras, podría decirse que era una mala madre».

Desatados los lazos que la unían a Guadalupe tras la muerte de sus padres, y alejada de sus hermanos, la «apátrida» Condé, esa «vagabunda sin tierra ni raíces», intenta refugiarse en África. En Guinea, su primera parada, comprendió que nunca conseguiría descifrar las sociedades africanas, pues «era preciso poder conversar con ellas». «¿Se esperaba que adoptara enteramente la cultura africana?», se pregunta. «¿Por qué no se me aceptaba tal cual era, con mis rarezas, mis cicatrices y mis tatuajes? ¿Desde cuándo integrarse se reducía a modificar superficialmente la apariencia? ¿A chapurrear un idioma? ¿A hacerse filigranas en el pelo? ¿Acaso la verdadera integración no implica, ante todo, una adhesión del ser, una modificación espiritual?».

Condé sobrevivió a sus doce años de periplo africano encadenando trabajos de profesora en Conakry (Guinea) o Acra (Ghana), y conoció la pobreza, la depresión y el desarraigo en Costa de Marfil, Benín o Senegal. En África verá cómo la revolución socialista deriva en regímenes autoritarios, adquirirá conciencia de la negritud que durante su infancia le quisieron ocultar y conseguirá escapar de una vida mediocre por su formación y por su habilidad para relacionarse en círculos que la promocionan. «Junto con el de la libertad, me inicié en un nuevo aprendizaje: el de expresar mis ideas».

La autora de «La vida sin maquillaje» concluye su relato cuando ya ha adquirido conciencia de escritora. Esto es, antes de regresar a Europa, antes de instalarse como profesora universitaria en Estados Unidos y antes de sus novelas. En ellas volcará buena parte de las vivencias que apunta en estas memorias. Todo relato, defiende, debe presentarse a través de un filtro de subjetividad: «Ese filtro está constituido por la sensibilidad del escritor, y, más allá de las eventualidades narrativas, siempre permanece intacto, un libro tras otro. Se trata de la voz inalterable del autor, les guste o no a los profesores de literatura, que pierden la cabeza por distinguir al Narrador del Autor».

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