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Melchor Rodríguez junto al coronel Casado, el coronel Ardid y el coronel Ortega en el acto de entrega de la bandera tricolor - Editorial Almuzara
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El «ángel rojo», el anarquista que salvó de la muerte a 11.000 presos del bando nacional

Alfonso Domingo estrena este viernes en Matadero a las 20.00 horas un documental sobre la figura de Melchor Rodríguez, el Schindler español, último alcalde del Madrid republicano

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La guerra y sus sinsentidos. Revolucionarios por una causa digna, pervertidos por el mal que achacan a sus enemigos. Revanchismo bajo cuyo yugo caen los de uno y otro bando. Presos políticos que se amontonan, antes, durante y después de la II República en las mismas celdas. Nacionales, milicianos, comunistas y anarquistas, en la misma ciudad, las mismas calles, y también bajo el mismo techo. Una sociedad a la que todavía, ochenta años después de la Guerra Civil, le da apuro entender el pasado y coger, como hizo Melchor Rodríguez, el toro por los cuernos. Y ahí, donde la desmemoria pacta su sello, donde se pierden en el olvido las traiciones, las checas, los bombardeos y el pistolerismo, la figura de este hombre humilde se impone, siempre bajo una premisa: «Se puede morir por las ideas, nunca matar».

Apodado el «ángel rojo» por un preso cedista, Melchor Rodríguez nunca traicionó sus ideales. De hecho, ni siquiera le gustó el apelativo, «decía que había tenido muy mala guasa» al ponérselo.

Inspector especial de Prisiones primero, fue despedido y aupado luego como Delegado de Prisiones por el ministro de Justicia anarquista de la II República Juan García Oliver. Melchor conoció las celdas lejos de la burocracia también, desde joven, por algo lo llamaban el decano de la Modelo, en cuya ficha policial estaba subrayada la advertencia: «Peligroso», a pesar de que la mayor parte de las detenciones eran por delitos de imprenta o por la ley de Orden Público. La cárcel y la calle le enseñaron lo que no aprendió en la escuela. Por eso asumió como misión el compromiso de ayudar a los reclusos, a que se respetasen sus derechos.

Pulcro siempre, con su americana y su pañuelo impoluto incluso entre rejas, Melchor Rodríguez fue un humanitario, sindicalista de la CNT y uno de los miembros fundadores de las FAI, de la facción pacifista Los Libertarios. Pero fue ante todo defensor de la vida, fuera del color que fuera, por eso, cuando ya se intuía una guerra, llamó a su hija Amapola, porque las flores eran una metáfora de lo que él protegía con su vida.

Nacido en 1893 en Triana, «sevillano de gracia y de principios, algo ególatra y presumido, aprendiz de poetas, anarquista puro, maestro chapista y antes de todo eso, novillero de fortuna». Así lo describe su biógrafo, el periodista Alfonso Domingo, en su libro «El ángel rojo. La historia de Melchor Rodríguez, el anarquista que detuvo la represión en el Madrid republicano» (Almuzara, 2010). La suerte le fue esquiva en los ruedos, cuando una cornada trastabilló su futuro taurino y le impidió tomar la alternativa. Pero si algo le quedó del oficio fue el arte de faenar con miuras, en la plaza y fuera de ella.

[ Puedes consultar aquí la reseña de ABC de la corrida del 5 de agosto de 1918, uno de los recortes que Melchor guardaría durante mucho tiempo]

Domingo, que este viernes estrena un documental sobre la figura de Melchor («Melchor Rodríguez, el ángel rojo»), reconoce que «estaba destinado» a encontrarse con el último alcalde republicano de Madrid cuya figura ahora, cuando el Ayuntamiento ha aprobado por unanimidad de todos los partidos políticos (Ciudadanos, PP, PSOE y Ahora Madrid) dedicarle una calle, reivindica como símbolo de reconciliación nacional. «Era un héroe de los míos. Perdedor, con ideales y dignidad. Un ser humano que creía en la justicia», reconoce en una entrevista para ABC.

El Schindler español

Evitó un linchamiento masivo en la cárcel de Alcalá, donde había 1.532 reclusos, salvó a los 1.500 presos de la llamada delegación de Finlandia y siguió interviniendo en Ventas, San Antón y la Modelo.

«Si nos atenemos a los presos que había en zona republicana, salvó a 11.200», recita Domingo. Entre ellos los hermanos Ramón y Cayetano Luca de Tena, y también adversarios políticos y simpatizantes del bando nacional como Serrano Súñer, Raimundo Fernández Cuesta o Agustín Muñoz Grandes. Lo hizo evitando los tétricos «paseos» a Paracuellos y las sacas de presos solamente con sus convicciones, una pistola descargada y la oratoria, porque «lo suyo era la palabra, el verbo crudo de explotado, el grito de los parias de la tierra, pero eso sí, florido», admite Domingo en su libro.

Nada más ocupar el cargo de Delegado de Prisiones, prohibió la salida de presos de las cárceles desde las seis de la tarde a las ocho de la mañana, aunque recibiesen orden de libertad, y realizó traslados supervisados por él a prisiones de Levante. «Un portento de decisión, energía, firmeza y redaños», sostiene.

Ser una especie de Oskar Schindler patrio le confiere un aura de superhéroe, pero su biógrafo destaca que aunque sea «un personaje de película», seguía siendo un ser humano. «No era un superhombre, solo un hombre con las ideas firmes, de autodidacta, que ponía la dignidad, la honradez a carta cabal y la justicia por encima de todo», asegura. Porque como escribió Miguel de Cervantes, «por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida».

No todo era idílico. Aunque trató de lidiar con sus convicciones y compromisos, descuidó su vida familiar, a una hija a la que adoraba y que le solía llevar ropa limpia a la cárcel, y a Paca, su mujer, una bailarina que le dejó prendado cuando era novillero y de la que se separó al terminar la guerra. Porque también tenía defectos, unos cuantos. «Era inflexible, y desde luego apasionado, pero pacífico». Una especie de Quijote que «tenía el genio vivo y cuyos cabreos podían ser sonados» y que creyó que «su misión comprendía a su familia, y ahí se equivocó un tanto», aclara el periodista, «una rata de biblioteca» que se ha sumergido en la vida de este anarquista.

Si toda guerra es en sí misma nido siempre de contradicciones, la vida de este poeta de «versos y coplas en plena posguerra» no iba a ser menos. Su biógrafo admite que «gente en las antípodas ideológicas le veneraba», respetaban su figura y, aunque tuvo detractores, incluso ellos reconocían su labor al frente de las prisiones.

Alfonso Domingo, que para el documental entrevistó, entre otros, a Santiago Carrillo, cuenta que el político tuvo que reconocer finalmente que, aunque durante un tiempo algunos pensasen que había estado protegiendo a la quinta columna, «a lo mejor era un altruista que ponía la vida humana por encima de todo, un rara avis en aquella guerra terrible». El locutor Bobby Deglané, también preso cuando la II República tocaba a su fin, le entregó una medalla de oro y un homenaje «en pleno franquismo».

El militar Muñoz Grandes, al que salvó de la cárcel de Alcalá de Henares cuando los sindicalistas querían acabar con todos los presos asociados al levantamiento militar y así cobrarse la venganza por el bombardeo previo de las tropas franquistas a la ciudad, «en un gesto gallardo», intercedió por Melchor en el Consejo de Guerra que pretendía condenarlo. Junto a su testimonio, el que fuera comandante de la División Azul presentó más de 2.000 firmas para que le rebajasen la condena, a muerte. Entre ellas las de la familia Luca de Tena, el portero Ricardo Zamora o el general Alberto Martín-Artajo, quien le puso el mote de «el ángel rojo».

Su hija recuerda con pena el momento de su condena a muerte: «No se lo merecía», cuenta una emocionada Amapola en el documental.

Pero «ni de Serrano Súñer ni Raimundo Fernández Cuesta hubo ayuda para Melchor», apuntilla Alfonso Domingo, que sí recoge una declaración de Ramón Luca de Tena reconociendo su labor en el documental: «Era una persona sensata dentro de toda la insensatez, quería poner un poco de humanidad dentro de una guerra haciéndonos ver que estábamos todos equivocados».

Melchor Rodríguez, amante de la vida, murió el día de San Valentín de 1972. «Si no existiera, habría que inventárselo, un español universal», alaba su biógrafo. Su entierro en el cementerio de San Justo congregó a «gentes de bien de ambos bandos, gentes que admiraban a Melchor» y que le cantaron el himno popular de los anarcosindicalistas «A las barricadas». En una paradoja del destino, cada uno despidió al «ángel rojo» a su manera. Su féretro «llevaba el Cristo fuera de la caja, envuelto en la bandera rojinegra de la CNT y su amigo Alberto Martín-Artajo le rezó un Padrenuestro. Ahí había gente llorando» y, por un día, la ideología se hizo a un lado, confiesa en el documental el sobrino de Melchor José Ramos Rodríguez.

Tantas contradicciones que su vida es propia de «una ficción, con cosas que hasta parecen inverosímiles», y que han inspirado al periodista Alfonso Domingo para escribir un libro y realizar un documental, cuya banda sonora firma Rubén Buren, biznieto del «ángel rojo». Pero no le basta. «Quiero que el final del proceso sea una película de actores. A Javier Gutiérrez, vecino y amigo, que ha puesto la voz al documental, le encantaría hacer su papel, que además le pega. Estamos terminando el guión Twiggy Hirota y yo, y será mi próxima aventura», vaticina Alfonso Domingo.

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