Philip Roth (en la imagen) ha «novelado» el béisbol, al igual que Bernard Malamud o Don DeLillo
Philip Roth (en la imagen) ha «novelado» el béisbol, al igual que Bernard Malamud o Don DeLillo - reuters
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Philip Roth batea de nuevo con «La gran novela americana»

«Una desviación extrema»: así calificó Philip Roth «La gran novela americana», de 1973, que ahora se reedita. Una historia con el béisbol, la gran pasión del autor, como telón de fondo

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Tanto tiempo después –pero en realidad mucho antes– de esa cumbre que es El teatro de Sabbath y la Trilogía Americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), y en la elevada planicie última de La conjura contra América, Sale el espectro y las novelas breves El animal moribundo y el ciclo Némesis (Elegía, Indignación, La humillación, Némesis), lo cierto es que La gran novela americana se lee hoy como algo aún más raro de lo que fue en el momento de su publicación, 1973.

Entonces, en perspectiva, cabe pensar que un Philip Roth (Newark, 1933) acaso saturado por ese mega best seller y fenómeno sociológico que fue El mal de Portnoy (1969) decidió hacerse un poco el loco.

Cabe presumir que estaba cansado y con ganas de desconcertar y –al menos así lo estipula Claudia Roth Pierpont en su reciente estudio Roth Unbound– también desconcertado por no saber muy bien cómo seguir.

De ahí, rápidos, tres títulos que pueden ser considerados su terceto cómico y que a la crítica de entonces no le causaron mucha gracia: Nuestra pandilla (de 1971, sátira feroz de Nixon), El pecho (de 1972, seno kakfiano y gigantesco) y esta La gran novela americana (de 1973, pero en realidad escrita antes que El pecho; ya conocida en español, en Emecé Argentina, como La caída de los ídolos).

Quimera inalcanzable

Y La gran novela americana –el mismo Roth la define en sus ensayos de Lecturas de mí mismo como «una desviación extrema»– se divierte y nos divierte desde el título invocando esa quimera inalcanzable pero siempre presente. Ese fantasma verdadero de la Great American Novel fundiéndose con el llamado «pasatiempo nacional»: el béisbol. Aquí, Roth –quien siempre se confesó un amante de este juego, «uno de los pocos temas de los que sé mucho», y que hasta compitió en el Iowa Writer’s Workshopen un equipo de escritores que solía batirse contra un equipo de poetas– escupe de costado y ladea su gorra. Y se calza el guante de Word Smith, anciano periodista deportivo recluido en un asilo, para batear la demencial saga de los Ruppert Mundys de Nueva Jersey. Una especie de versión beisbolera de La conjura de los necios con la Liga Patriótica como telón de fondo y un equipo de decadentes y veteranos y neuróticos y alcohólicos y hasta lisiados que se queda sin estadio al cedérselo al Departamento de Guerra en 1943.

Roth se calza el guante de Word Smith, periodista recluido en un asilo

A partir de entonces, los derrotistas y derrotados Ruppert Mundys se ven obligados a vagar casi sin rumbo. A lo largo y ancho de ese tránsito, jugadores con nombre de antiguas deidades (Gil Gamesh es, además de espía comunista, el único deportista profesional babilonio-norteamericano), guiños para amantes del asunto, momentos muy graciosos, chistes muy malos (ese comienzo que alude a la primera línea de Moby-Dick), apariciones de Hemingway y Mao, y en más de un tramo descontrolado la perturbadora sensación de que Roth se lo está pasando mucho mejor que sus lectores. Recuérdenlo: en un momento de sus lamentaciones, Alexander Portnoy exclama: «¡Oh, ser nada más que un jugador en el centro del campo!» Deseo concedido.

La copa del Nobel

Desde el aquí y el ahora –y para citar los nombres de dos astros recientes con ganas de ganar la partida–, La gran novela americana está más cerca del David Foster Wallace de La broma infinita que del Jonathan Franzen de Las correcciones. Pero no tiene demasiado sentido sacar al campo del presente esta rareza que, como las verdaderas rarezas, nunca envejece porque nunca ocupó los primeros puestos. La gran novela americana sigue jugando tan perfectamente mal como los Ruppert Mundys cuando, satisfecho y habiéndose dado el capricho, Roth dejó el diamante de césped y regresó a la mina de diamantes de su escritorio.

Philip Roth deja caer la pelota muy cerca de nosotros

Al año siguiente, 1974, publicaría la magnífica y oscura y desesperada y autobiográfica Mi vida como hombre, donde por primera vez escribe para que lo leamos el nombre de Nathan Zuckerman.

Y ya saben cómo sigue el campeonato: Philip Roth –aunque, ya retirado, le sigan negando la copa del Nobel– batea una y otra vez home-runs fuera del estadio, por todo lo alto, hasta el infinito y más allá. Enviando la pelota lejos, muy lejos. Casi más lejos que nadie, que ninguno, en los últimos tiempos. Y aún así, paradójicamente, dejándola caer muy cerca de nosotros para que la cojamos y, con admiración, juguemos con ella. Con él.

Cómo se extraña ya –hay que disfrutar de La gran novela americana como de un reconfortante replay– el ir a verlo (y a leerlo) jugar.

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