Crímenes extraordinarios

Muerte y misterio en el cortijo de «Los Galindos»

Han transcurrido cuarenta y dos años de aquella espantosa matanza que sacudió a una España a punto de experimentar un gran giro radical en su Historia con la muerte de Franco pocos meses después

Rastro de sangre que dejó uno de los cinco asesinatos cometidos en el interior del cortijo sevillano de «Los Galindos» ABC

Mari Pau Domínguez

Aquella calurosa mañana la vida amaneció con el paso cambiado. En apariencia no había indicios de ello cuando el cortijo de «Los Galindos» despertaba. Pero… ¿acaso la vida avisa de cuándo va a ser arrebatada o de con qué brutalidad…?

Temprano, el capataz dio la orden a los labradores para que marcharan al campo a realizar una tarea que les sorprendió por inusual pero la obedecieron. Quedaron sólo tres personas en el cortijo: el capataz, Manuel Zapata; Juana, su esposa; y José González, peón y tractorista de veintisiete años. No había más planes para aquel martes de julio que la aventura de lo cotidiano. La finca, de cuatrocientas hectáreas de buena tierra para el trigo, los girasoles y la aceituna, estaba ubicaba a las afueras de Paradas, un tranquilo pueblo a unos cincuenta kilómetros de Sevilla.

El cortijo de «Los Galindos», donde fueron asesinadas cinco personas en 1975 ABC

Bordeando el mediodía llegó un hombre con las intenciones muy claras y el pensamiento muy oscuro. Era conocido del lugar. Al verlo entrar, Juana se escondió tras la puerta, que cerró con sigilo. «Nada bueno puede traer este pieza», se dijo mientras elevaba la mirada al cielo y se santiguaba. Después prosiguió con sus labores de cada día en la cocina de la modesta casa aledaña al edificio principal, en la que vivían ella y su marido.

El invitado, que se movía por las estancias de «Los Galindos» con pasmosa naturalidad, le pidió a José González que se acercara al pueblo para recoger a su esposa y llevarla al cortijo.

–¿Y para qué quiere que venga mi Asunción? –preguntó perplejo José.

El hombre lo miró fijamente mientras se acercaba a él para responderle a una distancia tan corta que incomodó al muchacho:

–¿De veras tengo que explicártelo…?

Su gesto duro y rural representaba la personificación del miedo, y como tal lo entendió José, que sin decir nada más se encaminó hacia su SEAT-600 de color crema y puso rumbo a su casa dejando una estela de polvo árido.

–¿Qué le pasó a la empacadora, Zapata? –preguntó el recién llegado saliendo al patio central.

–La verdad es que no lo sé. Tengo que llamar para que le echen un vistazo –respondió el capataz con calma.

–Yo creo que le hace falta mucho más que un vistazo… –el hombre mantenía en la mano una pieza rota de la máquina de la que hablaban.

–Sí… –aquí Zapata se atascó en la respuesta, ¿tal vez porque empezó a sentir que debía temer algo incierto e inabarcable?–. Es verdad que últimamente ese trasto falla mucho. ¿Vamos al despacho y hablamos allí con más tranquilidad? –cambió de tercio al sentir el sudor apoderándose de su cuerpo, no había quien aguantara en aquel patio.

Para entonces ya era hora de comer. El sol azotaba despiadado y quemaba las conciencias. Juana, la mujer del capataz, remataba el picadillo de papas frías con tomate, huevo duro y pimiento verde. Algo refrescante para cuando acabara la visita, que a saber cuando sería porque no parecía que el hombre tuviera mucha prisa.

Un futuro muerto a tiros

En casa de José González, su mujer no entendía por qué tenía que acercarse al cortijo y menos a esas horas. Le pesaban las piernas por el calor y los seis meses de embarazo. Asunción, treinta y cuatro años, había trabajado en la finca como temporera.

–Bueno, mujer, pues en cuanto lleguemos nos enteraremos. Anda, piensa ahora en cosas bonitas… Ya verás qué navidades más buenas tendremos este año, con este mocetón ya en el mundo –le puso la mano cariñoso sobre la abultada tripa.

–O moza –replicó ella riéndose.

–Qué más da, lo importante es que venga bien.

José besó en la boca a Asunción antes de subir al coche camino del cortijo.

–Ay que ver, tener que ir a estas horas y con este calor –refunfuñó la joven para dejar claro que no estaba conforme.

A las tres de la tarde, y con una temperatura a punto de alcanzar los cincuenta grados, por las calles de Paradas no paseaba ni un alma. Mientras la mayoría de vecinos se entregaban a la actividad más recomendada en tales circunstancias, la siesta, a las afueras del pueblo, en el cortijo de «Los Galindos», el capataz apuraba un vino con la visita, retando las imposturas del destino. Charlaban plácidamente sentados en uno de los despachos, con las esterillas de las ventanas bajadas para evitar el calor. El invitado jugueteaba insistentemente con la pieza de hierro de la empacadora entre sus manos.

El alarido de un perro, a lo lejos, rasgó la aparente calma y el denso silencio de la calima. Manuel Zapata se levantó con intención de servir otro vino, cuando, por la espalda, de repente, sin sentido ni compasión, fue brutalmente golpeado con el trozo de la pieza rota de la empacadora. Cayó al suelo, donde fue rematado con saña animal por el hombre, que le clavó una horca de las que se utilizan para recoger la paja. Zapata, sin tiempo para despedidas prematuras, ya no podría cumplir los sesenta, como a punto estaba.

Las manos teñidas de sangre. Las ropas empapadas en sangre. Y hasta la cordura inundada en sangre. Aquel hombre, que a pesar de lo que acababa de hacer conservaba una suerte de templanza, fue en busca de Juana. Sabía que lo había visto llegar y hablar con su marido.

Ataque de frente

Diríase que ella lo esperaba, aunque no fuera así, porque olía la fatalidad. La mujer del capataz escuchó abrirse la puerta de la cocina tras ella y se giró. Esta vez no fue por la espalda ni a traición. La alimaña la atacó de frente golpeándole en la cara con la misma arma con la que acababa de arrebatarle la vida al marido. Golpeó una vez y otra hasta aplastarle el cráneo y la cara. Algún testigo de cómo quedó el cadáver declararía que la cara de la infortunada parecía una macabra máscara de goma.

Entonces apareció otro hombre. Mudo y cruel como el compinche. Entre ambos arrastraron el cuerpo de Juana hasta el dormitorio dejando un ancho rastro de sangre que pisaban sin reparos. La tiraron con desprecio y le dejaron de recuerdo la pieza ensangrentada de la máquina rota con la que la habían destrozado. Al salir, cerraron la puerta de la habitación con candado.

Oyeron de fondo el ruido de neumáticos de un vehículo. Se dieron tanta prisa en ir a su encuentro que todavía pululaba en el aire el polvo levantado en el camino de tierra por el Seiscientos de José. Los dos criminales, que en el trayecto se habían hecho con las escopetas de Zapata, recibieron al peón y a su mujer encañonándoles. La pareja se cogió de la mano recibiendo empellones para que caminaran hacia el cobertizo sin mediar palabra. La frialdad marcaba el rostro de aquellos hombres extraños y enloquecidos. Sus miradas podrían haber matado por sí mismas. Pero fueron las armas, los disparos, los cartuchos, los que se incrustaron en el cuerpo y el alma de Asunción y José. Ella cayó abatida abrazándose la barriga en un inútil intento de proteger sus entrañas. Aunque para los asesinos no fue suficiente. Tuvieron que golpearles una vez muertos y rociar sus cuerpos con gasoil para después quemarlos entre la paja.

Dantesco ritual

No contaban con quien se presentó de forma inesperada al quedarse su tractor sin carburante. Ramón Parrilla. Cuarenta años de edad y a punto de poner un pie, sin sospecharlo, en el vacío de la muerte. Vio el cañón de la escopeta como un túnel negro que apuntaba directo hacia él. Tratando de huir, varios disparos le destrozaron los brazos al intentar zafarse de sus perseguidores. Siguió corriendo hacia la salida, muerto ya de dolor, por el camino de tierra casi tan roja como su propia sangre que regaba sus huellas. Un último tiro de escopeta le entró por la espalda y lo derrumbó junto a una zanja en la que los verdugos lo remataron sin piedad.

Cuando terminó el dantesco ritual de sangre y muerte, los relojes marcaban las cuatro y diez. Aquella misma tarde, ante la descomunal columna de humo visible desde la campiña sevillana, las autoridades comenzaron su chapucera investigación, sin entender nadie que al caer la noche el dueño y su administrador decidieran dormir en «Los Galindos» como si nada hubiera ocurrido. Como si la muerte no hubiera pasado por allí. Aún olía a humo y ceniza mortal pero eso al marqués de Grañina, Gonzalo Fernández de Córdoba, no pareció importarle.

Poco a poco el cortijo se fue apagando con tristeza abocado a una extraña mañana después de la matanza, en la que la vida ya no era, ni sería nunca, la misma.

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