Hundimiento de un galeón
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Así fue el naufragio del galeón San José

Los testigos relatan cómo chocó contra un bajo cuando iba a Panamá perdió su carga y que sólo murió un tripulante porque saltó al agua cargado de monedas

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Haber tenido en las manos los documentos originales del naufragio del San José fue un verdadero privilegio. El expediente completo de este desastre naval, con más de doscientas páginas y 384 años de antigüedad, lo cuenta todo con sumo detalle. Sólo hay que estar familiarizado con el lenguaje del siglo XVII, conocer la terminología naval de la época y tener a mano las mismas cartas náuticas que manejaban los marinos de la Armada del Mar del Sur. Por mi parte llevo años leyendo e interpretando estos legajos, transcritos por la historiadora Genoveva Enríquez, entre los que figuran los testimonios de más de una veintena de testigos, una carta del Virrey de Perú al Rey de España, el parte del general que mandaba la flota, el listado de carga sin registrar, la orden de quemar los restos del barco, y los partes diarios de lo que iban encontrando los buscadores de perlas contratados para recuperar la carga.

Hojear este expediente es como abrir un viejo caso judicial para saber qué sucedió exactamente, cómo ocurrió el naufragio, por qué no pudieron evitarlo, quién se responsabilizó, quién murió, quién perdió todo lo que tenía, qué pudo recuperarse en la época, y qué queda aún bajo las cristalinas aguas del Archipiélago de las Perlas, en el golfo de Panamá.

Un cañonazo en la noche

El 31 de mayo de 1631 el general Bernardino Hurtado de Mendoza dio la orden de zarpar del puerto del Callao (Lima) a las tres embarcaciones que formaban la flota: la Capitana, Nuestra Señora de Loreto y la Almiranta, el galeón San José, más una pequeña lancha que navegaría por delante para avisar de la presencia de posibles peligros.

La travesía debía finalizar en el puerto de Perico, en Panamá, al que tenían que llegar en unos veinte días transportando un rico cargamento de oro y plata para la Corona española.

El día 17 de junio, a un día de Panamá, las embarcaciones avistaron a babor la isla Galera y a estribor la punta Garachiné. Estas enfilaciones eran la señal inequívoca de que entraban en el Golfo por el lugar correcto, según su cartografía.

Cuando comenzaba a anochecer, el piloto mayor ordenó a la lancha navegar por delante para ir tomando la profundidad con la sonda. Al cabo de un rato hallaron dieciocho brazas, una profundidad perfecta. La capitana largó el ancla y Hurtado de Mendoza avisó a los oficiales para que acudieran a su camarote a organizar la navegación del día siguiente. De repente, sonó un disparo de cañón que provenía de la almiranta. Algo no iba bien. El general llamó al piloto mayor, al contramaestre y al piloto de costa para ver cuál podría ser la causa de aquel disparo. Estaban aún hablando entre ellos cuando se oyó un segundo disparo. Se trataba claramente de una petición de socorro. Algo debía estar pasando en el San José, algo inexplicable a juzgar por la tranquilidad del mar y por la ausencia total de enemigos en la zona.

Hurtado ordenó al contramaestre echar el bote al agua. Al capitán general, el primero en subir al bote, le acompañaban dos buzos, el calafate, el carpintero, varios marineros y remeros, el alférez y el capitán del Loreto, que transportaba en la Almiranta parte de sus bienes personales. Con todos en el bote, los remeros comenzaron a bogar en dirección hacia el lugar del que provenían los disparos. Entonces sonó un tercer cañonazo y varios disparos de mosquetón. Según algunos testigos, por unos instantes se llegaron a escuchar las voces desgañitadas de los hombres del San José gritando en medio de la noche: «¡Ah de la capitana!». Sin embargo, no fue hasta el día siguiente cuando el bote consiguió llegar al San José debido a la fuerte corriente superficial.

Desde lejos, no parecía la misma nave. Estaba escorada hacia la banda de babor. Semihundida. En el costado de estribor y en el combés, los hombres del San José movían los brazos pidiendo ayuda.

El galeón había colisionado bruscamente con un bajo en medio del océano que no estaba cartografiado y sobre el que estaba encallado. A su alrededor había una gran profundidad que ponía en peligro la carga y la gente del galeón.

Desde el bote, Bernardino mandó bajar del San José una pequeña gondolilla en la que embarcaron los enfermos y los que estaban desfallecidos del sol y la sed. Así se mantuvieron haciendo viajes hasta el Loreto, consiguiendo poner a salvo a toda la gente menos a un hombre que saltó al bote cargado con una talega de monedas ahogándose por no saber nadar. Al cabo de unas horas el casco comenzó a desgajarse, a abrirse, como si fuera de cartón. El enorme peso guardado en la bodega, unido al peso del agua que entraba por todos los rincones estaba destrozando la parte baja del casco hasta partirlo en dos. El oro y la plata del Rey se desparramaban por el fondo del mar.

Al día siguiente, los restos de las cubiertas de la almiranta comenzaron a desplazarse siguiendo la corriente. Durante días trataron de remolcar esta parte del barco hasta la costa para poder recuperar la carga. Después de recorrer varios islotes acabaron al sur de la isla Contadora donde los buzos y los buscadores de perlas del lugar rescataron parte del cargamento y de la clavazón hasta que se dio la orden de quemar el casco el 7 de julio de 1631.

Fue un naufragio absurdo, y una gran pérdida económica para la Corona española. Hoy sus restos arqueológicos y su memoria permanecen bajo el agua acechados por una compañía de buscadores de tesoros que pretende vender sus piezas por encima de las leyes internacionales sobre Patrimonio Arqueológico Sumergido.

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