En busca de una idea de España

Gil Robles y la posibilidad de la paz

Sus memorias son un testimonio sagaz y sobrecogedor del desencuentro de los españoles en vísperas de la Guerra Civil

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José María Gil Robles puso por título a sus memorias «No fue posible la paz». Se trata de uno de los testimonios más sagaces y sobrecogedores del desencuentro de los españoles en vísperas de la Guerra Civil. Sería ingenuo reprocharle que nos ofrezca en esos recuerdos una interpretación parcial, muy ajustada a sus percepciones de posguerra y a la legítima necesidad de dignificar su trayectoria personal. Sin embargo, esa visión subjetiva nos aporta siempre una perspectiva a contrastar con otras miradas sobre aquellos años de crisis mundial. Y nos proporciona, sobre todo, la mezcla de amargura y de esperanza de unos testimonios, que proyectan la imagen de una nación tan potente en su cultura, tan afirmada en su conciencia, tan dispuesta a emprender el camino de la modernización.

Nos conmueve que tan abundante y precioso material patriótico no fuera capaz de evitar la tragedia.

Nos subleva que tanta generosidad fuera despojándose de vigor cívico, hasta desembocar en un combate abierto por excluir a una parte de los españoles de un destino que había de ser común. Nos aturde y nos duele que haya podido proyectarse sobre las generaciones posteriores la idea de un fracaso de España como proyecto nacional. La reflexión sobre el pasado que se ha ido haciendo desde entonces contiene un lastre que la mayoría de los países europeos no sufren y que, en el nuestro, llega hasta las orillas mismas de nuestra crisis actual. Y ese peso es el de una frustración que tantas veces deja de interpretarse como componente de un gran conflicto de la época, y pasa a entenderse como resultado de una España inexistente, como producto de una patria que solo era la de unos cuantos, como genealogía de una comunidad histórica falseada, como anatomía de una tradición popular imaginaria.

«No fue posible la paz» es, sin embargo, en buena parte de sus páginas, el testimonio de una gran ilusión. Una ilusión que no fue espejismo, sino opción abierta de la historia, derrotada por la intransigencia y sometida a los terribles escenarios en que se exhibió el drama de la civilización occidental en la más dura de las pruebas sufridas desde su entrada en la época moderna. Una situación solo comparable a aquella catástrofe material y espiritual que fue la guerra de los Treinta Años, y que pareció reiterarse en las tres décadas de utopía y nihilismo vividas entre 1914 y 1945.

Gil Robles escribió para la posteridad el recuerdo de un empeño. La memoria de un propósito de millones de españoles por integrar en el sistema republicano los valores del catolicismo. No se trataba de violentar la conciencia de los no creyentes, sino de afirmar la existencia de una España en la que los principios del cristianismo eran algo más que una mera fórmula de fe individual y debían desplegarse como coherente propuesta de organización de la sociedad. Frente a las posiciones integristas, que desautorizaban cualquier intento de colaboración con la República como una traición a la esencia nacional, la CEDA se esforzó por garantizar la plena ciudadanía de los católicos españoles.

La crónica de aquel fracaso, no solo resultado del sectarismo de las izquierdas, sino del que también deambulaba ciegamente en los espacios de las derechas, es además el relato de un tiempo en que el anhelo de convivencia parecía posible e incluso probable. La España que hemos visto desarrollar sus mejores instrumentos de rigor académico, de riqueza literaria, de sensibilidad social y de compromiso político merecía que sus dirigentes intentaran salvar la paz. Y merecía, desde luego, que nadie fuera privado de su condición de patriota por sus opiniones a uno u otro lado de la vergonzosa frontera de sangre que se alzó en el verano de 1936.

Se merecía España, en efecto, las palabras sensatas y responsables con las que Gil Robles intervino inmediatamente después de su victoria electoral de noviembre de 1933: «Todavía abrigábamos un resto de esperanza de que quisiérais construir un Estado para todos, una nación en la que todos cupiéramos». A las izquierdas se les advertía severamente del riesgo de la identificación entre su postura y el régimen. A la extrema derecha, se le señalaba lo que no era debilidad, sino firmeza al servicio de España: «Nuestra obligación es dar a España días de paz y de tranquilidad, y hacer posible una rectificación de la política hasta aquí seguida».

El apoyo a un gobierno de republicanos moderados, pensaba Gil Robles, no era una traición ideológica, sino toda una lección de flexibilidad táctica precisamente para sostener mejor los principios. La necesidad de acabar con el atraso económico, que insultaba la conciencia de los cristianos tanto como podía afectar a la sensibilidad de los no creyentes, tenía que ser el lugar de encuentro de los españoles. La derecha no debía tolerar que determinadas banderas fueran consideradas de la exclusiva propiedad de los gobernantes del primer bienio. Ni la libertad personal, ni la democracia parlamentaria, ni la justicia social eran patrimonio de las izquierdas. Ni siquiera el apoyo de una masa popular que había expresado de forma aplastante su voluntad en las urnas, en favor de esa actitud de colaboración y firmeza.

Este discurso de Gil Robles nos demuestra que la paz era una posibilidad. Era, de hecho, un deber para quienes lideraban las culturas políticas de aquella España. No haber cumplido con él tuvo resultados funestos que están lejos de haberse limitado al drama de una generación. De hecho, persisten en nuestros días con el sabor amargo de una larga noche de desvelo. Tiempos de penumbra que, desde la tragedia de la Guerra Civil, han provocado la torpe desnacionalización de los españoles, la debilidad de su patriotismo, la flaqueza de su conciencia común. Porque compartimos con nuestros vecinos europeos que la paz resultara frustrada. Pero nos ha diferenciado de ellos, durante demasiados años, que ni siquiera la justificaran los intereses supremos de una nación verdadera.

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