Alejandro Lerroux (arriba, a la derecha) y José Maríá Gil robles
Alejandro Lerroux (arriba, a la derecha) y José Maríá Gil robles - nieto
EN BUSCA DE UNA IDEA DE ESPAÑA

La frustrada unión de los moderados

Aunque ganaron en las elecciones de 1933 (en las que por vez primera votaron las mujeres), cayeron en discordia

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Las elecciones de 1933 debían haber sido las de una sana rectificación del primer bienio republicano, víctima de los excesos de su corrosivo sectarismo. Y debían haber sido, también, las de una tranquila alternancia en el ejercicio del gobierno.

La unión de las derechas, que se exigió desde tantos lugares como respuesta a la inadecuada identificación de la democracia con los partidos de la izquierda, debía mostrar un civismo reformista, de voluntad de integración de los españoles en un proyecto nacional. Un ejemplo de tolerancia ante las posiciones de los adversarios y de firmeza en la exigencia de la legítima ciudadanía del liberalismo conservador y el catolicismo social. Nunca debía haber sido la revancha de los vencidos en 1931 ni un vano esfuerzo de invertir la trasnochada imagen de las dos Españas, que convirtiera a las derechas en las únicas depositarias del patriotismo.

Tal proceso de desnacionalización mutua solo podía conducir a la tragedia a la que llevó esa dinámica tajante y despreciativa: no solo con los otros, sino especialmente con la propia nación que deseaba preservarse.

Conocidas son las expresiones lanzadas por la izquierda en su opulenta adquisición de la única legitimidad respetable en la II República. Pero hemos de considerar también la forma en que algunos sectores de la derecha atizaron un fuego que debía haberse sofocado desde el comienzo. El mensaje de Calvo Sotelo a sus amigos reunidos en un homenaje a Pemán en febrero de 1933, era una exasperada declaración del estado de guerra civil y una manifestación absurda de alegría por las circunstancias dramáticas del desencuentro de los españoles, que hemos de juzgar con la severidad que merece quien ponía su tan alta inteligencia al servicio de aquella crispación.

Frente a la barbarie de determinados actos y la furia de determinadas palabras, tenía que responderse con la sabia moderación y el control de las emociones. El editorial de la revista «Acción Española» redactado por Eugenio Vegas, despreciando el sufragio por principio, y pidiendo votar… «para dejar de votar un día», no manifiesta más que una voluntad de responder al sectarismo sin el menor esfuerzo por hallar un área de entendimiento que se expresaba, precisamente, en las posiciones de una mayoría de la derecha española, republicana, monárquica o accidentalista.

Alejandro Lerroux

La unión de las derechas en la campaña de 1933 confirma la ilusión y esperanza de los moderados, que podían exhibir ahora la magnitud de una opinión conservadora cuya base social era lo suficientemente amplia como para impugnar el absurdo monopolio del régimen ostentado por las izquierdas. El triunfo de Alejandro Lerroux -una figura cuya frustración política nunca lamentamos bastante- y de los católicos populares de Gil Robles -otro ejemplo del despilfarro de personalidades insignes en la crisis de los años treinta-, permitía abrigar el sueño de un sistema fundado en la garantía de los derechos políticos, la justicia social y la unidad de la nación.

¿Qué tenía que ver con esa coyuntura la actitud de quienes deseaban reducir el acuerdo de los moderados a una sectaria conjunción para acabar con el régimen? ¿Cómo podían servir a la conciliación de los españoles quienes consideraban imposible la colaboración de toda la derecha, incluyendo la republicana conservadora, en un ensayo de coexistencia pacífica de los ciudadanos? ¿Cómo podía invocarse el servicio a los más altos intereses de España mientras se vapuleaba con burlas y acusaciones a quienes intentaban construir un orden conservador dentro de la legalidad existente?

Crítica letal

Y, sin embargo, los esfuerzos de Alejandro Lerroux por asentar un republicanismo moderado dispuesto a pactar con la derecha católica, y de José María Gil Robles por emprender la revisión de los actos más sectarios del primer bienio, se vieron arrojados a ese tipo de crítica letal que en España siempre procede de quienes se dicen más cercanos. De quienes, en nombre de su pretendida pureza, convierten todo empeño de realismo en un acto de contaminación ideológica y degradación moral insoportables. Una abrumadora mayoría de españoles conservadores, con el apoyo de un voto femenino que se ejercía por vez primera, se inclinó en noviembre de 1933 por la posibilidad de la concordia. Pero la respuesta a la línea de colaboración que inmediatamente anunció Gil Robles fue atroz y desmedida, en la forma y en el fondo, viniendo de quienes representaban a sectores minoritarios no solo de la nación en su conjunto, sino también de los defensores de una España conservadora.

Al servicio del bien común

Para el diario «El Debate», sin embargo, los resultados mostraban la cara de España ocultada durante el primer bienio y señalaban a una pléyade de jóvenes dirigentes dispuestos a gobernar, respetando una legalidad que no habían creado, pero deseosos de orientarla al servicio del bien común. Eso era posible y necesario, aunque otros prefirieran una ruptura radical con el régimen, entregárselo entero a las izquierdas, construir una atmósfera campamental donde esperar la confrontación violenta entre los españoles como único modo de restaurar lo que ellos consideraban la única España verdadera.

Las apenas tres docenas de diputados alfonsinos intransigentes y carlistas en proceso de radicalización, parecían a la extrema derecha algo más representativo, eficaz y en condiciones de dar lecciones de estrategia, que los más de doscientos cincuenta representantes obtenidos por la derecha moderada. Frente a esta, jóvenes nacionalistas contrarrevolucionarios solo expresaban una impaciencia y una frustración cuya responsabilidad en el drama de 1936 ha de ponerse en la misma cuenta de los que desde 1931 trabajaron por la liquidación de España. Una nación aún esperanzada continuaba aguardando, sin que la historia lo hiciera posible, que aquella voluntad de colaboración, de principios conservadores defendidos con tanta firmeza como voluntad pacífica, llegaran a canalizarse en la difícil y exigente libertad que España se merecía. Era entonces cuando una edad de plata de la cultura, del pensamiento y del reformismo social debía haber cumplido sus expectativas y contemplarse ahora como el digno pasado y origen de nuestra democracia.

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