Editorial

Librerías de vida

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Una vez escribí una glosa de los restaurantes gaditanos que me habían dejado huella. Mi tío Antonio me zahirió con su guasa carnavalesca que iba a hartarme de convidás. No se buscaban (ni las hubo). Hoy sí las quiero, pero de libros. Mi vida ha fluido paralela a diversas y diferentes librerías, ya desde pequeñín. Cuando me daban las notas en el cole la señorita Macamen me premiaba llevándome a una librería abuhardillada en la que don Enrique ofreció traspié y quebró un brazo. Pasado el tiempo, ahorraba la paga, de cien en cien pesetas, para comprar los volúmenes de Astérix y Tintín (o de Obélix y Milú) de a 500 pesetas cada uno. Y, luego, los Vengadores de Byrne.

Vi durante muchos años en la Librería Bozano las novelas de mi padre a la venta en su escaparate (entonces aún escribía novelas). Era como entrar al salón de la propia casa de Paco y su esposa y lo sigue siendo ahora con su hija Cristina. Pasaron los años y llegó la facultad; cuando no corría por el Mamelón de Jerez para llegar a tiempo al tren de cercanías que partía a la Isla, hacía parada y posta en la librería más inglesa de todo Cádiz, la Luna Nueva. Sus estanterías de madera y su inagotable colección bibliográfica me hacían agradable la espera alevosa del ferrocarril.

Luego, me enamoré. La consecuencia fue que saqué el carnet de conducir y empecé a impartir clases en Algeciras frente a la Librería Técnica de Carlos Prieto, recién salida de un incendio. Fui, voy, también al Quórum de Pepe Jaime y Pedro Rivera desde infante, antes de ser padre. Claudia entra hoy de mi mano en la «librería mágica», como ella la llama, buscando que le regale un cuento tras haberse portado bien, tal y como me enseñó mi madre.

Han sido muchas librerías favoritas: Las agradables Libreras, el click de Pérgamo, el chupito anaranjado de la Clandestina o la sonrisa de Agapea. Y por último, Falla. Me encantaría que convidara Juan Manuel Fernández, dueño de la Librería Manuel de Falla. Es un caballero prudente que me vende manuales de derecho desde 1993. El lunes quedé con Juan Manuel a las cinco. Llegó a y veinte. Se disculpó: «me puse a leer después de almorzar y me quedé dormido». Una idea explota, «¿los libreros leen libros?» Contesta que sí. Le pregunto: «¿Cuándo ha sido la última vez que has comprado uno?» Me sonríe. «Hace unos días, -y añade- me surto yo mismo». Lo que no es sino la brutal lección de la vida que nos dan las librerías y sus huéspedes.