Tribuna

Gracias, Don Pedro

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La primera vez que le vi ambos disfrutábamos de un almuerzo a cada lado de la calle, a la sombra de mayo en la Feria del Caballo de Jerez. Ni cerca, ni lejos. Él, con unos asesores del Ayuntamiento y señoras, servidor junto a un amigo y empresario local. No es que Pedro Pacheco y yo nos conociéramos, ni falta que le hacía. De hecho, al principio solamente logré atisbarle la coronilla cárdena. Después distinguí esa cara suya, que podría haber sido esculpida en las laderas de los montes Rushmore. Gracias a ese punto de la resaca que le hace a uno fijarse en cosas nimias, me atrajo el alegre chorrito de gente de todo calibre que se acercaba a la valla de la caseta a darle la mano e hincar la rodilla. Sempiterno alcalde. En aquella fila había gominas y pisacorbatas, pero también trajes baratos. «Me alegro en verte-Estás más delgao-Gracias Don Pedro». A Pacheco le estaban rindiendo pleitesía como si fuera la Khaleesi en la Gran Pirámide de Meereen o el Arzobispo de Canterbury.

En la mesa nos quedamos en silencio, atentos al espectáculo en un descuido solo aparente, como si al otro lado de la calle se disputaran los mundiales de salto de trampolín o se lanzaran seis toneladas de fuegos artificiales. Comprendí entonces que a determinadas personas hay que conocerlas en determinados lugares, como hay que conocer a un pescador en la bodega de un barco en un día de mar gruesa, a un torero en la habitación del hotel o a un ministro en su despacho. Hay que cogerlos ahí; todo lo demás son aproximaciones. En esa puerta cósmica me rendí a admitir toda la carga feudal que arrastra Jerez. Sobraban los autos que hablan de malversación, prevaricación y enchufismo. Tampoco necesito fórmulas matemáticas para creer en Dios. Después de unos minutos mecido en la fluidez veneciana del besamano de Don Pedro, miré a mi compañero de mesa y rompí nuestro silencio con una pregunta a lo Panenka, que diría Jabois: «Le tienen mucho aprecio, ¿no?» Él me miró como si se le hubiera aparecido un extraterrestre o Bob Dylan y reprimió una carcajada. Se recompuso, cruzó las piernas, se abrió la chaqueta entallada que vestía y me dijo esto muy serio: «Tú no sabes cuánto».