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La semana pasada, con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer, tuve el honor de ser invitado por la Asociación Alhucemas para ofrecer una disertación sobre poesía femenina. El público, féminas en su mayoría, reaccionó con cierto asombro ante el descubrimiento de esa poderosa corriente creativa poética que, desmintiendo con ello su papel pasivo de simple lectora o inspiradora, la mujer ha protagonizado a lo largo de la historia, independientemente de su condición social y a lo ancho de toda la geografía terrestre.

Escuchar en la mía la voz de Al-Kansa, Li Quingzao, Wallâda Al-Mustakfi, Emily Brönte, Louise May Alcott, Rosalía de Castro, Sarojini Naidu, Anna Akhmatova, Gabriela Mistral, Kamala Das, Margarett Atwood y Ndèye Coumba, una pequeña muestra de todas las que podía haber sido, despertó en ellas una emoción diferente a la del manido discurso políticamente correcto con que, tocando su fibra maternal o en impúdica busca de réditos electorales, se les suele regalar los oídos en estos días.

Pero también a mí me produjo idéntica sorpresa y grata emoción el descubrir que varias de ellas también mantienen con la poesía un secreto idilio creativo. Una tierna relación con los versos, contándoles sus sílabas o desbrozando rimas con las mismas manos que manejan la escoba o pelan las patatas. Resulta ciertamente gratificante, no ya en su valoración estética, sino en una consideración sencillamente humana, que estas mujeres curtidas, que por razones familiares y sociales bien conocidas no pudieron disfrutar de la adecuada formación académica, que estas mujeres volcadas al sostenimiento de una casa y la cría de la prole, se sienten ahora delante de una hoja de libreta para llevar al papel su más íntima idea del mundo. Después, declaran con humildad, son sus hijos o sus nietos los que les pasan sus poemas a limpio y les corrigen las faltas de ortografía. Ahora lucen sus poemas, orgullosamente expuestos al público, en un mural del local de la citada asociación.

Nada más sirviera para esto, ya se habría ganado la poesía su derecho a ocupar un preponderante lugar en nuestra consideración de seres humanos. Si la poesía ha de ser cuando menos la voz de estas mujeres sin voz, palabra aun indecisa del sufrimiento doméstico o la alegría desbordada, mensaje siempre nacido del corazón, tendremos que gritar que viva la poesía.