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Es tan sutil la línea que separa las rebajas de los saldos que, en virtud del uso y la costumbre, hemos convertido en sinónimos dos conceptos que en su origen nada tenían en común. Ropas de otras temporadas, restos de mercancía y hasta el baúl de la abuela conviven beatíficamente en los escaparates de estas mal llamadas rebajas haciéndonos creer que todavía es posible comprar duros a cuatro pesetas -para este tipo de símiles sigue resultando más efectivo usar la antigua moneda-. Usted lo sabe, porque se ha dado una vuelta por el centro y ha visto con espanto esas prendas de anticuario que lucen descaradas una etiqueta que ni antes -ni ahora- tenían ese precio que se atreven a mostrar.

Debe ser cosa de los tiempos o tal vez de ese uso ultrapolíticamente correcto que nos empeñamos en dar al lenguaje, pero al final hemos aceptado con total normalidad los términos saldos -por rebajas- y outlet -por bajo coste- como señas de identidad. Pero no lo olvide, no significan lo mismo. Por mucho que le digan no es lo mismo una rebaja en la sanidad o en la educación, que una sanidad de saldo o una educación de saldo. No es lo mismo una programación cultural de bajo coste que una programación outlet para un público cada vez más out.

Un outlet es un espacio en el que se acumula y se vende mercancía sobrante de otras temporadas o de otros lugares donde ya no tienen salida. Donde se encuentran gangas -o no-, chollos -o no- y muchísima morralla. Lo que va sobrando, para entendernos. Las migajas del festín de otros. Una manera, en definitiva, de entender la vida, podríamos decir por seguirle el rollo a los de la corrección. Y una manera de entender la vida a la que peligrosamente nos vamos -sin prisa, pero sin pausa- acostumbrando, transformando casi sin darnos cuenta el rótulo de esta ciudad para convertirla en un gran outlet. De momento, ahí tienen a Enrique Miranda presentando el concurso del COAC. Ya me dirá si no va la cosa de outlets.