Un técnico mide la elevada radiación entre los escombros cerca de la central nuclear. :: P. M. DÍEZ
MUNDO

Viaje a la zona muerta de Fukushima

Un año después del tsunami que causó un desastre nuclear, alrededor de la central japonesa se levantan pueblos fantasmales

NAMIE / FUTABA. Actualizado: Guardar
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'La energía atómica es el motor de nuestro brillante futuro'. Como una macabra broma del destino, así reza un cartel en una desierta calle de Futaba, dentro de la zona de 20 kilómetros evacuada en torno a la siniestrada central de Fukushima 1. Sus cerca de 80.000 habitantes tuvieron que abandonar sus casas a la carrera cuando, hace justo un año, el tsunami que devastó la costa nororiental de Japón golpeó la planta atómica y dañó sus reactores. Debido a la avería de sus sistemas de refrigeración, se sucedieron varias explosiones y fugas que liberaron gran cantidad de yodo y cesio tóxicos al aire, la tierra y el mar, causando el peor desastre nuclear desde Chernóbil en 1986.

Totalmente vacíos, alrededor de la central se levantan hoy tétricos pueblos fantasma donde nadie puede vivir porque los niveles de radiación son tan altos que durarán décadas o, quizás, para siempre. Un año después de la catástrofe, este periódico vuelve a entrar en la zona muerta de Fukushima, al igual que ya hiciera el pasado mes de abril, poco antes de que fuera definitivamente cerrada. Acompañando a Yutaka Kuwabara, un antiguo residente que obtuvo el viernes el permiso oficial para visitar su casa, este enviado especial pudo acceder a la denominada zona de exclusión nuclear junto a la ONG Heart Care Rescue, que midió la radiactividad en tres localidades próximas a la central: Namie, Futaba y Okuma.

Nada más pasar el control de la Policía en la frontera con Minamisoma, las alarmas de los contadores Geiger empiezan a sonar y sus agujas se disparan hasta superar los 50 microsieverts/hora en algunos puntos. Con tales índices, se podría alcanzar en pocos días el límite legal de radiación permitido, que es de 1.000 microsieverts anuales. A partir de 100.000 microsieverts acumulados al año, aumentan las posibilidades de sufrir un cáncer, riesgo que también se corre con dosis menores pero continuadas en el tiempo.

«En Chernóbil, los tumores y malformaciones genéticas surgieron al cabo de tres años. Aquí podrían aparecer antes porque se liberó la radiactividad equivalente a 30 bombas atómicas», asegura Bansho Miura, un exsurfero y monje budista que dirige Heart Care Rescue. Pertrechado con un traje especial, máscara protectora y guantes, mide la radiación en la casa que Yutaka Kuwabara tenía en Namie.

Desde aquí vio las explosiones que sacudieron la cercana central, cuyas chimeneas de hierro asoman tras los frondosos montes que, estratégicamente, la ocultan. «Pensé que era el fin del mundo», recuerda este ingeniero, director de calidad de una empresa que proporcionaba equipos de mantenimiento y filtración de agua a Tepco, la eléctrica que gestiona la planta atómica. «Les advertí de los riesgos que se corrían por las grietas que había en varias tuberías conectadas a los reactores, pero no me hicieron caso. Incluso elaboré un informe que entregué a la prefectura y, en lugar de ir al Gobierno, acabó en manos de Tepco», critica airado la temeraria irresponsabilidad de la compañía, cuyos anteriores directivos tuvieron que dimitir por falsear informes de seguridad.

Aunque Kuwabara trabajó 25 años para la central de Fukushima, reniega de la energía atómica porque le ha robado su vida y obligado a alquilar una casa en Saitama, a más de dos horas en coche. Conmovido al regresar por un rato al hogar donde nació y creció, se resigna y sabe que «nadie podrá vivir aquí en cinco generaciones».

En medio de un silencio solo roto por la desafinada sinfonía de 'bip bip bip' digitales que no cesa en los contadores Geiger, la zona prohibida de Fukushima es un paisaje apocalíptico de ciudades fantasma donde campan a sus anchas vacas famélicas y bandadas de cuervos. Casas con las puertas abiertas esperan a unas familias que nunca volverán. Restaurantes con telarañas anuncian aún sus menús del día.

Paisajes de la desolación

Como si el tiempo se hubiera detenido, muchos coches continúan aparcados frente a los Seven Eleven y Lawson que todavía lucen sus estanterías llenas. Bicicletas tiradas junto a los columpios de los parques infantiles acumulan polvo radiactivo. Y, un poco más allá, hay unos talleres abandonados donde los vehículos a reparar siguen montados en las grúas. Bajo la llovizna que cae de un tenebroso cielo plomizo, parece el escenario de una película de catástrofes, pero es la imagen real de la desolación.

A pesar de la radiactividad, una decena de residentes se niegan a marcharse de la zona muerta. Son, en su mayoría, ancianos a los que les queda tan poco de vida que no creen que les dÉ tiempo a desarrollar un cáncer. Uno de ellos, de 54 años, se ha convertido en una celebridad por relatar en un blog su resistencia a la evacuación. En su casa de Tomioka, a doce kilómetros de la central, Naoto Matsumura se ha atrincherado sin tomar ninguna precaución para alimentar a sus once cerdos, así como a otras vacas y animales que sus dueños dejaron atrás en su huida.

«No me he hecho ningún chequeo médico porque me preocupa más quedarme sin tabaco que la radiactividad», explica este divorciado que antes vivía con su madre, a quien sus hermanos se llevaron lejos de allí tras una fuerte discusión. «Vinieron con unos trajes de astronauta y me dijeron que me estaba suicidando, pero saben que soy muy testarudo y viviré aquí siempre», avisa, ignorando a propósito los riesgos que corre.

Sin electricidad ni agua, Matsumura se arregla para cocina con bombonas de propano y rellena el depósito de la calefacción con queroseno, que compra cuando sale de la zona de exclusión para abastecerse de víveres tres o cuatro veces al mes. Un año después del tsunami atómico, es el último superviviente de Fukushima. Y de aquí no quiere moverse.