ELOGIO DE LA FRIVOLIDAD

La distracción del trabajo forma parte del trabajo y exige ciertos horarios, o sea, que se nos pasen las horas muertas sin haber vivido. Se suele decir, encomiásticamente, en las siempre excesivas notas necrológcas, que alguien era un trabajador incansable. No es cierto, ya que todo el que trabaja se cansa, como reconoció Pavese, en uno de los peores títulos que puso nunca un gran poeta. En lo que me corresponde, que es una exigua parte, debo confesar que siempre he sido un trabajador fatigable. El posible mérito, casi único, es que he sabido compaginar el ocio, que siempre es igual, con el relativo negocio que puede aportar una tarea diaria. Quiero decir que siempre he trabajado para ganarme el pan y el aperitivo.

Ayer no más, que decía el padre Rubén Darío, cambié el verso azul por la canción profana, pero ambas cosas las cambio ahora por una extraña modalidad de distraimiento. Me tengo muy preocupado. El pasado día 10 de enero, que se ha quedado muy antiguo, cumplí una edad escandalosa, solo apta para despedidas organizadas. Quise conmemorarla, que no es lo mismo que festejarla, viendo el Málaga-Madrid en La Rosaleda, estadio que vi inaugurar cuando tenía doce años y no se podía cantar, en el lenguaje de los queridos cronistas deportivos, poco dados a la innovación de la metáfora, «el gol en los graderíos». No había graderíos, aunque hubiera gargantas. Lo pasé en grande, aunque mi equipo perdiera por una diferencia pequeña. Por muy mal que vayan las cosas, la gente quiere pasarlo bien y se divirtió gritando, insultando gravemente a los jueces de línea y aventurando juicios sobre la conducta sexual de sus señoras madres. Nada menos que Voltaire, en carta dirigida a Madame du Delfand, en 1720, defendió el derecho al entretenimiento. «Gracias a que somos frívolos la mayoría de la gente no se ahorca», dijo. A pesar de no ser socio de algunos equipos. En su época la gente se preocupaba por cosas menos importantes que el fútbol.