Opinion

Pequeñas cosas

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Desde la ventana de mi biblioteca (una manera muy pomposa de llamar a mi reducido rincón de trabajo, esa «habitación propia» que propugnaba Virginia Wolf) veo un lienzo de la muralla almohade de Jerez. Sobre él, ha brotado una de esas plantas que parece que vivan del aire, una «mala yerba» (concepto tan ambiguo y tan injusto, a la vista de la belleza de las flores de la malva silvestre, la tornasolada borraja o el modesto jaramago).

Con las últimas humedades, y a pesar del frío de estos días, se ha coronado con una multitud de florecillas blanquecinas, de modo que sobre las almenas parece que hubieran colocado un arriate exuberante y primaveral. Es uno de esos mínimos detalles que te hacen detener en medio del trabajo y sonreír.

Están por todas partes: una canica en el barro, descubriendo las tornasoladas vetas que te regresan a la infancia; las primeras naranjas en los árboles de un parque, como diminutos soles de invierno; el sonido de una nana desde una ventana abierta; el hallazgo de una palabra en medio de un poema leído mil veces y, de repente, recién estrenado por obra y gracia de tal hallazgo; la sonrisa de un ser amado que vuelve a iluminarle como en los primeros encuentros.

La vida es amarga y dura casi siempre, a qué negarlo. Basta abrir el diario, ver los informativos o simplemente salir a la calle para comprobarlo. La pobreza, el hambre, la desigualdad, la violencia están ahí y ni podemos evitarlas ni debemos ignorarlas.

Pero no está de más tampoco volver la mirada de vez en cuando hacia esas pequeñas cosas que endulzan, desde su humildad, la existencia. Detalles, pinceladas que salvan una mañana triste o una semana conflictiva. Minucias que pueden iluminar un día de tormenta y levantar el ánimo decaído.