Opinion

Elogios funerarios

En un instante fatal, Simoncelli pasó de ser el diablo sobre ruedas a una especie de querubín de los circuitos

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Las necrológicas son uno de los mejores argumentos a favor de la vida retirada. Leer cualquiera de esas empalagosas notas que se publican tras la defunción de una persona ilustre disuade definitivamente de la tentación de celebridad e invita a vivir en el más discreto de los anonimatos. No siempre, es cierto. Hay obituarios escritos con el corazón, sobre todo si corren a cargo de discípulos o de familiares. Pero junto a ellos abundan otros que parecen hechos frente a los espejos del callejón del Gato, lanzados a la hinchazón hiperbólica o a la faena de aliño sin término medio. Se dice que los españoles no estamos hechos para el elogio. O nos pasamos o nos quedamos cortos. O lo almibaramos en exceso o lo escatimamos con avaricia. Eso, cuando no nos sirven de excusa para dar la gran lanzada al moro muerto, que de todo puede verse en nuestra literatura funeraria. Pero la sensación más molesta no la causan ni el lirismo desatado ni las críticas mezquinas. Bajo la apariencia elegante de muchas despedidas se percibe la intención de lanzar alabanzas interesadas, de esas que rebotan en el cadáver del difunto para volver redobladas sobre el autor de los elogios. De esta manera, parece que entonar un canto al talento de la persona fallecida nos hace inteligentes, que al destacar su generosidad nos revelamos como pródigos o que si la calificamos de bondadosa nos convertimos en un pedazo de pan. Las medallas van a parar finalmente al pecho del que oficia el funeral.

Es un acto de rapiña tal vez derivado del exceso de miramientos. Los clásicos recomendaban tener presente que 'de mortuis nil nisi bene', o sea, que 'de los muertos solo deben decirse cosas buenas'. De tanto observar el precepto, acabamos pasando del deber de cortesía a la barra libre para la hipocresía. Se pudo ver hace poco con el infortunado Simoncelli, que en un instante fatal pasó de ser el diablo sobre ruedas a una especie de querubín de los circuitos. Eso no significa que es mejor la sinceridad descarnada. A menudo las necrológicas vienen escritas desde una rara superioridad moral más bien ventajista que coloca al necrólogo dos palmos por encima del difunto, con licencia para administrar los trazos del retrato ya sea para bien o para mal. Embalsamadores o plañideras, todos juegan con la misma ventaja: la de que el ausente ya no les puede oír. La aprovechan por igual los amigos del incienso y los rencorosos con ansias de ajustar cuentas pendientes, los perdonavidas que jamás se atrevieron a enfrentarse con el muerto y los mediocres que por fin pueden respirar viendo caído el árbol que les hacía sombra. Si la necrológica va camino de convertirse en un tipo de texto cotizado no es solo porque en estos tiempos de glorias cada vez se muere más gente interesante, sino tal vez por la capacidad del género mortuorio para albergar pequeñas vilezas dándoles apariencia de solemnidad.