Tribuna

Alegoría del balompié

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Hace un siglo, la proeza de la conquista del Polo Norte fue difundida por los periódicos del mundo entero con tal pasión que los lectores se dividieron en dos bandos: los unos, alentados por los reportajes exclusivos del neoyorquino 'Herald', proclamaron como vencedor de aquella carrera sobre los hielos árticos al Doctor Cook, un medicucho de Brooklyn que vendió su historia por 25.000 dólares; la mayoría se apuntó a la versión oficial proclamando vencedor de la carrera al marino Robert Peary. El 'New York Times' defendió la primacía de este ingeniero de la Armada, que trajo de allí un hijo habido con una joven esquimal y un diario. «Pisamos campos de hielo de luz rutilante, escalamos muros de púrpura y oro y bajo cielos de un azul nítido, bajo llameantes nubes de gloria, ¡alcanzamos nuestro objetivo!» En nada hizo avanzar a la ciencia esa gesta, exclusivamente deportiva.

Aquella carrera de más de 3.000 kilómetros marcó sin embargo un hito en la historia del periodismo e inauguró un nuevo estilo de narración de esas hazañas que se atiene en los Estados Unidos a dos reglas esenciales: la fidelidad entusiasta de los fanáticos y la prohibición del empate como resultado final de la contienda. En los estadios americanos se suministran a los espectadores exaltación y hamburguesas, para alejarles de cualquier tentación de razonamiento; a cambio, se les sirve la victoria cierta de uno de los dos equipos.

A pesar del sentimiento antiamericano que envenenaba por aquellos días el corazón de los españoles, amargados por la infamia de la guerra de Cuba, también se formaron aquí los dos bandos, entre los admiradores deCook y los de Peary, al punto de que la controversia alcanzó los límites de la inquina practicada años antes en el albero de la tauromaquia entre los fervientes de Frascuelo y los de Lagartijo. La aventura de los conquistadores del Ártico fue quizás el primer evento deportivo a escala universal que conmovió el espíritu de la raza hispana, aunque ya por entonces comenzaba a prosperar aquí la pasión por otros deportes, generalmente de importación.

Los literatos, un oficio hoy extinguido, libraban en la prensa la batalla de los nombres y no lograban ponerse de acuerdo sobre si 'sport' debería ser un anglicismo fagocitado por 'deporte', un rancio vocablo castellano que no sonaba a modernidad. La cruzada de más tronío para componer ese registro de las nuevas artes deportivas fue ganada hace un siglo por Don Mariano de Cavia, periodista obsesionado por la pureza del castellano en aquellos tiempos de avalancha léxica, quien logró que balompié se adelantara a fútbol en el diccionario. De aquellos retos brillantes del deporte queda apenas el eco de sus crónicas. Hoy el economicismo se ha tragado la dignidad de esos envites librados entre dos equipos que se jugaban ante todo su reputación, según un reglamento. Ejemplo al canto: la vergüenza nacional del espectáculo futbolístico, la escena más repetida en esta temporada recién iniciada, es el rifirrafe en el Nou Camp que los ingeniosos del género titulan 'El dedo en el ojo'. Este suceso forma parte de la antología del sainete barriobajero: un tipo con cara de matón airado le mete un dedo en el ojo a un bocazas; luego, el bravucón recibe sin inmutarse un bofetón de venganza, mientras el coro de calzón corto se agita, insulta y se revuelve a codazos en torno a la autoridad arbitral enmudecida.

La eterna rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona forma parte de la historia más brillante de ese deporte y ahora se conecta con todos los humores, instintos y vanidades que encienden pasiones siempre irracionales. La contienda futbolística se ha convertido en un pudridero donde se nutren los intereses económicos de los mercaderes del balón. Por intereses bastardos y en favor de ideales completamente ajenos al deporte se gastan enormes sumas de dinero con el fin de que el circo sea más vistoso y rinda más. El resultado de esa puesta en escena a golpe de millones produce solo pasión colectiva, no individual, porque como todo lo que se pone en venta hoy, ese entusiasmo en lata es solo producto de supermercado. La única tarea que se le exige al aficionado es la de gritar, pero el grito es un ejercicio físico y nada tiene que ver con el pensamiento. Cuando la competición deportiva desemboca en pelotera, el fútbol se convierte en alegoría. El orgullo de casta, la jactancia por ser del Madrid o del Barcelona, el nacionalismo pueril (si es que hay alguno que no lo sea), la honra de una camiseta a rayas, el juego ofensivo o el tiqui-taca conforman un cóctel irracional de amores y de odios que algunos explotan para hacer dinero y otros para construir patrias en el aire. Lo peor de este negocio del fútbol no es sin embargo esa mixtura ni su exhibición, sino el hórrido mensaje que de ella brota. Periódicos, radios, televisiones y redes telemáticas dan soporte a la tertulia nacional por excelencia: el fútbol. Decía Unamuno que el español tiene el cerebro cornificado y sospechaba hace un siglo que quizás, tras la decadencia de la corrida de toros, se inventarían los periódicos otros juegos para concentrar el entusiasmo de la gente y darles motivo de conversación.

Los sumos sacerdotes de la barahúnda futbolística han logrado esa mudanza. Ya no están de moda el flamenquismo ni la torería; pero el balompié, esa ficción de la vida escenificada sobre una pradera ritual, es hoy la afición predilecta de los españoles, que añade escaso fruto a su cerebro. Muera la idea. Viva el fanatismo.