Tribuna

Democracia incompleta

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Dice nuestra Constitución que 'los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política'.

Por tanto, los partidos cumplen en nuestro sistema político la función elemental de encauzar la voluntad política de la comunidad. La experiencia histórica ha puesto clarísimamente de relieve la imposibilidad de articular mecanismos viables de participación asamblearia. Entre el ciudadano y el poder político debe construirse algún cauce de representación. Cuál sea el más conveniente es un asunto que lleva el hombre discutiendo desde la Antigüedad, sin que hasta la fecha hayamos encontrado la solución ideal. Pero, en esa búsqueda inacabada, el hombre moderno ha alcanzado a comprender que en sociedades tan grandes y complejas como las nuestras, los sistemas representativos son un mal menor y necesario que de momento no tienen alternativa. La superación de nuestros problemas no pasa por la vuelta a las asambleas comunales, sino por la depuración del sistema de representación.

Que en España el sistema representativo no funciona adecuadamente es una opinión clamorosamente compartida por la ciudadanía. Ello se debe tanto a defectos normativos del diseño constitucional, como a vicios que visiblemente muestra nuestro sistema de partidos, y todo sumado, carencias y desviaciones, supone un pesado lastre que promueve el deterioro del sistema político y de instituciones fundamentales como la Justicia o la Educación.

Si vamos a las causas que hoy provocan los fallos del mecanismo representativo, hemos de enfrentarnos a graves disfunciones de nuestro sistema de partidos. El principal, que es además origen directo de los demás, es la falta de democracia interna de los partidos políticos. Pese a que esta inaceptable privación es ampliamente reconocida, y puede tener su explicación inicial en la peculiar forma de advenimiento de nuestra actual democracia, lo cierto es que, treinta y tres años después de su arranque, sigue sin haberse dado paso alguno para remediarlo.

Si el Derecho no exige un comportamiento democrático en el interior de los partidos, la participación política del ciudadano individual queda subordinada a la arbitrariedad de las estructuras de los partidos y las votaciones se convierten en un amargo y raquítico remedo de manifestación política. La voluntad del ciudadano resulta así, en buena parte, secuestrada.

La democracia interior de los partidos en nuestro país es puramente formal. Proliferan las elecciones 'a la búlgara', en las que el candidato propuesto por el aparato del partido obtiene el 98% de los votos, aunque lo más frecuente es que las listas salgan 'por asentimiento'. Los órganos dirigentes de las organizaciones políticas controlan férreamente el proceso de selección de los candidatos, con el celo extremo que tan bien ejemplifica aquella famosa frase de Alfonso Guerra: 'el que se mueva, no sale en la foto'.

Pero, siendo todos pecadores, justo es decir que no todos lo son en el mismo grado. Las prácticas democráticas internas de los partidos nacionalistas conservadores, por ejemplo, son bastante aceptables. Las del PSOE son claramente insuficientes, aunque parece que mejoran en los últimos tiempos, y las del PP son simplemente inexistentes y explican episodios tan arcaizantes como el 'dedazo' de Aznar designando al sucesor, o como tantos otros como los que vemos en Lugo o Castellón, donde el partido parece una entidad cuasi-patrimonial de alguna familia, en la que el 'pater', llegado el momento, cede su posición al hijo.

Estos comportamientos constituyen un flagrante incumplimiento de lo dispuesto en la propia Constitución española, que establece que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos deberán ser democráticos. Cumplir este requisito no consiste en autoproclamarse 'demócrata', sino en dotarse de unos estatutos que acrediten la democracia «real» dentro del partido, a través de un funcionamiento abierto a la participación de los miembros de la organización y a la libre elección por éstos de sus dirigentes y de los candidatos que concurrirán a las elecciones, mediante procedimientos transparentes que permitan la crítica y remoción según reglas claramente preestablecidas.

El paso de la democracia puramente formal en la que actualmente se mueven los partidos a una auténtica democracia necesitaría un desarrollo amplio y detallado de la Ley de partidos, de manera que, por ejemplo, fuera obligatoria la celebración de elecciones primarias, con instauración del voto secreto de los militantes. Es preciso igualmente que las listas sean abiertas y que de alguna forma se restaure la conexión entre representantes y representados, actualmente secuestrada por los propios partidos. Porque con nuestro sistema actual el escaño es del partido y el diputado no rinde cuentas a sus electores, sino a la organización que lo incluyó en unas determinadas listas.

Sin embargo, una y otra vez se rechaza por los partidos mayoritarios una reforma de la Ley electoral que, como Caja de Pandora, pudiera traer consecuencias imprevistas en el actual equilibrio de poder. Se olvida, con ello, que nuestra Ley electoral es maniobrera y está viciada de origen, pues es fruto, sobre todo, de la voluntad de la UCD de asegurarse la mayoría absoluta en las primeras elecciones democráticas. Para ello, se establecieron listas cerradas y bloqueadas y un número máximo de diputados, con un sistema proporcional muy escorado, que pierde casi toda su proporcionalidad al ser la provincia el distrito electoral, con lo que se favorece a las que tienen menos habitantes. El resultado final, claramente inaceptable, es que los votos tienen un peso distinto según el lugar donde se emitan.

Por ello, resulta imprescindible la reforma de la Ley electoral; sólo por este logro habría valido la pena el movimiento del 15-M. Pero sobre la democracia asamblearia, y otras peticiones igualmente delirantes de los acampados, mejor ni hablamos.