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ERNESTO SABATO

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El héroe civil se ha decidido a entrar en la tumba cuando le faltaban unos días para cumplir los cien años de residencia terrestre, después de haber atravesado un largo túnel. En los últimos tiempos, que él sabía distinguir de los anteriores, aunque sospechara que el tiempo es plano y tiene una extraña simultaneidad siempre presente, no salía de su casa ni de su conciencia. Era Sabato, al que le incorporamos un esdrújulo y le llamamos Sábato, un hombre a la vez secreto y cordial, atribulado y animoso. Debo a Mario Virgilio Montañéz, además de otras cosas y otras prosas, haber conocido a esa singular criatura. Mario, que desde chico tuvo vocación hispanoamericana, también llamada iberoamericana o sudamericana, iba a verle a Santos Lugares. Ningún nombre más apropiado para una peregrinación literaria. Cuando don Ernesto pasó por Málaga le llamó, quizá para demostrar que la amistad puede brincar sobre los calendarios. Más o menos unos setenta años de diferencia les unían.

He recordado alguna vez nuestra reunión en un hotel malagueño desde cuya terraza asiste el Mediterráneo como invitado. Pidió un té y nos habló de Matilde, su mujer, que no andaba bien de salud ya entonces. Nos sentamos en unos sofás muy bajos.

-Ahora parece que los diseñan para cocodrilos, dijo.

Tenía el gran escritor algo de vendedor de cupones de la esperanza y algo de búho con permiso para salir de día. Jamás he visto un rostro humano donde se hubiera inscrito de un modo semejante el dolor colectivo. Si es cierto que cualquier persona, a partir de los cincuenta años, es responsable de su cara, hay que reconocer que esa forma facial de asumir los acontecimientos era su carné de identidad. Sobre todo desde que presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Era como si todas las investigaciones y todos los pésames de aquella época terrible de Argentina le hubieran pasado factura.