Tribuna

Cuarto y mitad y un poquito más

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Así compraba mi abuela el pescado en la plaza de Sanlúcar. Parecía producirle urticarias pedir medio kilo de lo que fuera. Para ella el 50% era una cifra infranqueable. Algo así le pasa a este gobierno que pretende privatizar el 49% del capital de AENA y la gestión de los dos principales aeropuertos del país. Pero, mientras mi abuela era una persona mayor, austera y conocedora de lo que se cuece en la olla y fuera de ella, los miembros de este gobierno, ni saben lo que es una olla, ni las cociones posibles fuera y dentro de ella. Mantienen una posición antitética a la que siempre mostró la madre de mi madre. Les aseguro que es un gran error esa discordancia. Sí del gobierno dependiésemos para seguir comiendo, mala cosa. Con un kilo de ellos comerían menos que con el cuarto y mitad de mi abuela. Es una pena pero así es la vida y a los hechos me remito.

Deciden, bueno eso es lo que aparentan, la privatización de la gestión de los dos grandes aeropuertos y del 49% del capital de la nueva sociedad que se crearía sobre servicios aeroportuarios. Lo digo porque ahora comienzo a dudar de todo el proceso. ¿De verdad que el gobierno pretendía privatizar los aeropuertos españoles? Va a ser que no. ¿O es que no sabían que los sindicatos iban recibir la noticia de la forma que lo han hecho? Las veintidós jornadas de huelga convocadas, todos ellas en días estratégicos, los de más afluencia de viajeros del año, en donde estaban programados 114.000 vuelos que serían utilizados por más de doce millones de usuarios, constituye un chantaje en toda regla a los ciudadanos de este país y a los de otros que todavía confían en España, considerándose potenciales turistas.

El argumento esgrimido por los sindicatos en defensa de la huelga lo circunscriben en torno a la necesidad de preservar servicios públicos esenciales, como es el caso de la gestión aeroportuaria. Pero el quid de la cuestión en absoluto es este. Lo que se pretende es mantener unas condiciones de trabajo que se reflejan en un peculiar convenio colectivo, cuyos privilegios y prebendas, desconocidos en cualquier otro ámbito de la actividad económica, impiden una razonable gestión aeroportuaria a un coste objetivamente asumible. Es evidente que el Estado no pinta nada gestionando este servicio. Su gestión debiera encomendarse de forma íntegra a la iniciativa privada. Este es el primer error de planteamiento en el que incurrió el propio gobierno, cuando en el mes de noviembre hizo suyo el anuncio de la privatización parcial.

AENA ha claudicado cediendo a las pretensiones de los sindicatos. ¿Cómo puede medirse el nivel de claudicación? Pues elevándolo a la enésima. La condición exigida por los sindicatos es que el sector público siga participando directamente en la gestión de todos los aeropuertos «privatizados». De entrada es una contradicción clara. El pacto alcanzado fija una plantilla mínima para el funcionamiento de los aeropuertos. Si el operador que acceda a la gestión tuviera que reducir plantillas por las circunstancias que fueran, deberá contar con el visto bueno de los sindicatos y de la comisión de seguimiento de la gestión de cada aeropuerto que se crean en cada uno de ellos y que van a estar integradas por representantes del ayuntamiento donde se ubique el aeropuerto, la comunidad autónoma correspondiente y el propio Estado. Mayor despropósito no cabe. En lugar de haber creado una Agencia estatal se crean un sinfín de comisiones de seguimiento.

El problema suscitado, exige una doble consideración. Primero, la imperiosa necesidad de reducir el ámbito de lo público a aquellas actividades que constituyen por excelencia la órbita de la actividad natural de la Administración, entre las que obviamente no se encuentra la gestión aeroportuaria. Pasar al ámbito de la gestión privada hubiera incrementado la eficiencia en la gestión, siendo su consecuencia directa el abaratamiento de los costes imputables al transporte aéreo. Y por último, está probado que en otros supuestos de privatizaciones existentes en nuestro país con anterioridad, una vez privatizadas las empresas o la gestión de ciertos servicios, se gana en una mayor excelencia en la gestión, lo que tiene como consecuencia directa la eliminación de los déficits operativos.

Segundo, el planteamiento de huelga-chantaje en toda regla al Estado. El derecho de huelga no tiene, ni puede tener carácter absoluto. El gobierno sabe lo que es tomar como rehenes a los ciudadanos y como militarizó las torres de control aéreo. Aquello no fue una huelga. Lo de ahora sí. Se publicitó con la suficiente antelación para amplificar el daño y así destrozar la economía del país y uno de los pilares que hoy por hoy lo sustentan, el turismo. Quizás sea necesario contar con una ley de huelga que limite posibles abusos. Siendo ello conveniente, la aplicación al problema surgido con ocasión de la publicidad de la huelga, de la norma que actualmente la regula, el Real Decreto Ley 17/1977 y las modificaciones introducidas por la Sentencia del Tribunal Constitucional de 8 de abril de 1981, hubieran sido suficientes para controlar la situación. La norma mantiene la facultad del Gobierno, a propuesta del Ministerio de Trabajo, para establecer un arbitraje obligatorio, para aquellas huelgas en las que se valore su duración, sus consecuencias, las posiciones de las partes y el perjuicio grave a la economía nacional, amén de la posibilidad de que el Gobierno pueda acordar en su caso, la reanudación de la actividad laboral cuando esta sea declarada en empresas encargadas de la prestación de cualquier género de servicios públicos.

Dicho lo cual pregunto ¿Se pueden hacer las cosa peor? ¿Estaba todo calculado desde un principio para vender a posteriori un acuerdo costosísimo para todos los contribuyentes? Parece ser que no y que sí, respectivamente, es la única opción verosímil.