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Nietos de autor

Nadie se para a pensar en que quizá los derechos heredados representen otra cosa distinta que el dinero

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Mientras las neurociencias no alcancen a descubrir una fórmula para la transmisión hereditaria del talento, los descendientes de grandes escritores tendrán que contentarse con los derechos de autor. Bien es cierto que a algunos habría que desheredarlos por arruinar el buen nombre de sus antecesores. En una ocasión anduve en tratos con el hermano y albacea testamentario de un reputado escritor, quien a su muerte había dejado inédito un manuscrito lleno de jugosas anotaciones personales. Aquellas memorias eran el testimonio de una época convulsa de la historia española vista desde un mirador privilegiado que por sí solo ya justificaba su edición en forma de libro. Sin embargo el hermano se negaba en redondo a darlas a la luz, aduciendo que la franqueza del texto dañaría la imagen del escritor. Un día, ante mi insistencia en animarle a la publicación, sugirió una fórmula a su juicio razonable. Se trataba de retocar el escrito en los pasajes que él consideraba comprometedores, tachando unas frases y maquillando otras porque, decía convencido, «al fin y al cabo yo conocía a mi hermano mejor que él mismo». Ni que decir tiene que el cuaderno volvió al cajón de donde había salido y de él nunca más se supo.

El leal heredero siguió percibiendo regularmente los 'royalties' correspondientes, igual que el nieto de otra celebridad literaria que fue saqueando a cambio de droga las estanterías donde su abuelo, conocido bibliófilo, había almacenado una valiosa colección de libros dedicados y de primeras ediciones inencontrables. Con majaderos de esta clase la crítica a los derechos de autor heredados no necesita más argumentos, desde luego. Pero no todos los sucesores son unos aprovechados que viven a expensas del esfuerzo y el mérito de sus antecesores. En la mayoría de casos, los beneficiarios póstumos de la obra artística -sobre todo la inmaterial- reciben de uvas a peras unas sumas simbólicas sin otro valor que el de la perpetuación del reconocimiento. Hay más probabilidades de hacer fortuna si se hereda una panadería o un estanco que pretendiendo vivir de las novelas o de los libretos musicales recibidos en testamento.

En la delirante controversia montada en torno a la 'ley Sinde', tanto los partidarios del blindaje de la propiedad intelectual como los defensores de la libertad absoluta de circulación para los bienes culturales han puesto sobre la mesa la cuestión de los derechos de autor heredados. Si por unos fuera, deberían cobrar hasta los biznietos de los tataranietos. Para otros, un hijo no es más dueño de la obra paterna que cualquier lector, espectador o internauta. Nadie se para a pensar en que quizá estos derechos representen otra cosa distinta que el dinero: el tributo que la ley y las costumbres ofrecen a la cultura, un gesto de reconocimiento, una sencilla declaración de principios que no sería bueno eliminar.