opinión

La gran negociación

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Se trata de impedir que nuestros mayores, antes de morir de viejos no mueran de hambre. Cada cosa a su tiempo. La vejez, además de una crisis de la esperanza, es una humillación. El compañero más asiduo de nuestra aventura vital ya no es el que era. Ni sube las escaleras a la misma velocidad, ni se tumba en una cama acompañado con el mismo anheloso entusiasmo, pero eso no es lo peor: lo grave es que haya delegado en nosotros la ocupación benemérita de constituirnos en el propio enfermero. Ahora se están negociando las pensiones. Un pésimo negocio. La reforma va a ser dificilísima porque el problema no consiste sólo en que haya que repartir bien, sino en encontrar que haya algo para el reparto.

Los ancianos vamos a ser cada vez más numerosos, ya que no tenemos una idea muy clara de cuándo debemos morirnos. Algunos, a pesar de seguir fumando, no conseguimos precipitar el luctuoso acontecimiento. Se conoce que nos ha dado cuerda la genética para rato y darle al frasco tampoco nos perjudica decisivamente. En vista de eso, el Gobierno va a promover una reforma «necesaria y progresista» para garantizar el sistema de pensiones. Mentira podrida. Mientras haya más parados que trabajadores el sistema de pensiones se seguirá hundiendo. La Seguridad Social es cada día más insegura. Las cotizaciones de los esquilmados «productores», que se decía antes, no bastan para darles unas monedas a los que ostentaron esa gloriosa categoría mientras tuvieron fuerzas. Eso es lo que hay. Mejor dicho, lo que no hay.

Para paliar el desastre, el PSOE ha rescatado al señor Caldera, ahora que la situación está que arde. El exministro de Trabajo, que tiene fama de negociador paciente, ha insistido en la necesidad de elevar la edad de jubilación para evitar que cuando el sistema se venga abajo aplaste a menos gente. Quizá no haya procedimiento mejor para retrasar el hambre de los pensionistas que jubilarse la víspera de su óbito.