CAMPO DE MINAS

El regalo

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Se sabe de un hombre que, para sorprender a su mujer, decidió envolver su regalo de Reyes en un bloque de hielo compacto. Dos noches antes, sumergió el objeto -una aleación metálica de forma circular- en un molde de caucho lleno de agua, camuflándolo en el fondo del congelador. La mañana en cuestión, cuando ella se levantó, encontró el bloque helado sobre la mesa del comedor. Extraído ya del molde, reposaba sobre una bandeja de estaño lo bastante profunda como para albergar el volumen que el bloque ocuparía una vez disuelto. Él se apostó a unos metros para ver cómo el rostro de ella se iluminaba al encontrar la dádiva. Pero su gesto no hizo más que fruncirse. Rodeó la mesa entre expectante y perpleja, tratando de desentrañar el sentido de aquella masa gélida. Una capa de escarcha empañaba la superficie del bloque y apenas si dejaba vislumbrar un pequeño arito dorado en su interior, algo que podía ser una llave pero también un tornillo, inaccesible hasta que la masa de hielo no se hubiera deshecho por completo. Desde cierto ángulo, podía ver el relumbre metálico del objeto bajo la luz de enero. Confundida, se sentó en el brazo del sofá como una niña pequeña, suplicando con la mirada que le fuese desvelado el secreto, pero él no cedió. Ella le preguntó si, dada la consistencia del envoltorio, vería justificado el empleo de un martillo para quebrarlo como si fuera una hucha. El hombre volvió a negar con la cabeza. De modo que la mujer se quedó allí sentada, con los ojos fijos en el pequeño iceberg, hasta que un frío de luz empezó a gotear por sus paredes y el bloque comenzó a derretirse. Él le explicó entonces el sentido de aquel experimento. Mientras el hielo terminaba de deshacerse formando un charco trémulo sobre la bandeja, le habló de recuperar el entusiasmo perdido, de la atención que sus ojos, al mirarlo, depositaban sobre el envoltorio, un envoltorio cada vez más líquido, una capa de tiempo diluido. Aquel tiempo, le dijo, simbolizaba la totalidad de sus vidas, y encerraba en su núcleo algo aún más importante: la unidad que ellos mismos entrañaban el uno para el otro, como un anillo silencioso y perfecto. Ella oyó sus palabras con escepticismo. Observó nuevamente el pedazo de hielo que goteaba sobre la bandeja. Luego volvió sus ojos hacia el hombre con expresión adusta. «Todo eso es muy bonito, cariño», dijo entonces. «Pero ¿y mi regalo?»