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El civismo del soplón

Nada hay más detestable que unos individuos convertidos en virtuosos gendarmes encantados

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Entre la colaboración ciudadana y la delación ominosa hay una sutil divisoria que varía de trazado según las circunstancias. Lo que un día se presenta como ejemplar acto de compromiso puede ser considerado mañana una vileza, o al revés. Tampoco hay unanimidad a la hora de juzgar cuál debe ser el comportamiento más recto ante las faltas y los delitos, especialmente si estos son menores. Todos estaríamos de acuerdo en censurar al que contempla impasible cómo roban el bolso a una ancianita y luego se da media vuelta sin avisar a la Policía, pero no es lo mismo si hablamos de denunciar a un nicotinómano que enciende el pitillo en lo que hasta ayer mismo fue la zona de fumadores de una cafetería.

O sí, quién sabe. La ley antitabaco, como todas las normas relacionadas con el orden social, va a dar cauce al ímpetu justiciero de muchos inquisidores anónimos necesitados de imponer a los otros el rigor que no siempre se aplican a sí mismos. Debe de ser altamente reconfortante poder acercarse al vecino de barra acostumbrado a atufarnos con sus humos para ordenarle, dos palmos morales por encima de él, que apague el cigarrillo ipso facto. Van a tener razón los liberales cuando ven asomar la patita del totalitarismo detrás de las sugerencias de denuncia. Uno de los visionarios utópicos del XIX, Etienne Clarens, diseñaba en el 'Viaje a Icaria' un estado en el que todos los ciudadanos estaban «obligados a vigilar la ejecución de la leyes y a perseguir y denunciar los delitos que presencien». Bien están las leyes cuando se cumplen, pero nada hay más detestable que unos individuos convertidos en brazos del poder panóptico, en virtuosos gendarmes encantados de hacer sonar el silbato ante la menor infracción.

Pocas veces el lado virtuoso de la delación logra imponerse sobre su lado vicioso, el de costumbre propia de sociedades cerradas y de individuos vengativos e intransigentes.

También las denuncias han hecho efecto en los casos de dopaje removidos en la 'operación Galgo'. Pero al menos de ellas se ha derivado un beneficio para los delatores, autorizados a volver a la competición con unos meses de ventaja sobre los silenciosos. Eso los aleja de la figura del soplón o del confidente servil y sitúa su conducta en el oscuro pero convincente plano de los intereses.

Pero el verdadero descrédito de los delatores hunde sus raíces en los fantasmas de la infancia. Uno de los primeros dilemas morales que se le presentan al niño es el de denunciar las travesuras de los otros niños o permanecer callado. Si hace lo primero, ganará la aprobación de los mayores pero ante los suyos será un miserable chivato. De optar por lo segundo, su popularidad subirá como la espuma y además no se meterá en problemas. En fin, un lío, independientemente de lo que digan la ministra Pajín o el inefable alcalde de Valladolid.