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Decepción

Después de la crisis, muchas pequeñas experiencias cotidianas sugieren un cambio en los hábitos de consumo

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Pongamos que usted sale del principal aeropuerto del país y se encuentra un cartel que le anuncia que por ahí se va a la M-12, M-40, A-2, R-3, A-3, A-4 y R-4. Para aclarar las cosas, el cartel de al lado le informa de que por la derecha se va a la M-11, M-40, R-2, A-1, M-607, M-30, R-3, A-3, A-4 y R-4. ¿Para dónde tiraría?

Puede que usted no sea de esa clase de gente antigua que se empeña en convertir el coste de cada kilómetro de autovía innecesaria en guarderías para niños o en pensiones. No es fácil calcular la rentabilidad social de estas inversiones. Y puede también que en ese momento no recuerde a cuánto ascienden exactamente las subvenciones concedidas, según se ha sabido en los últimos días, a las empresas concesionarias de algunas de esas carreteras por las que le va a tocar perderse. Con todo, ¿acaso un ciudadano cualquier no tiene muchas buenas razones para sentirse desorientado?

Alguien dirá que este no es más que un pequeño problema de señalización viaria. Algo se podría mejorar en este aspecto, a menos que la confusión responda a la intención de pescar a algún incauto y hacerle pagar peaje. Más allá de eso, la maraña de autopistas y carteles que han surgido en los alrededores de Madrid es la más clara imagen del desconcierto que deja tras de sí el crecimiento español de los últimos años. Los cálculos que acompañaron la construcción de todas esas autopistas, con sus urbanizaciones, sus campos de golf, sus polígonos y sus centros comerciales, habrán sido más o menos acertados, pero ya no es el momento de hablar de ello. El problema hoy es la desorientación.

Hace unos años, en 'Schifing involvements', Albert Hirschman estudió las economías de la decepción, es decir, las estrategias que cualquiera de nosotros utiliza para administrar el desencanto que sigue a la satisfacción por el consumo de ciertos bienes. Y observó, con acierto, que la decepción está siempre al acecho, tanto en tiempos de crisis como de bonanza, cuando se cumplen las expectativas del consumidor, porque enseguida aparece el hastío, y sobre todo cuando no se cumplen. La decepción obliga a revisar las preferencias, a preguntarse qué es lo que quiere y por qué.

Llama la atención en estos meses de incierto aterrizaje de la penúltima crisis la pobre elaboración pública de las incontables pequeñas experiencias cotidianas que reclaman a voces un cambio en los hábitos de consumo y una reflexión sobre las expectativas públicas y privadas. Ante el ocaso de la etapa anterior, que hoy parece lejana, la opinión oscila sin ton ni son entre la ira y el conformismo, entre la promesa de volver a crecer como antes y la increíble ilusión de que en este juego nadie va a salir perdiendo.